No pretendo señalar partido político o ideología concreta en este artículo de opinión, simplemente pretendo señalar desde un punto de vista parcialmente académico y personal que la corrupción institucional no es un accidente, ni una locura pasajera: es el resultado de una cadena de decisiones en las que, paso a paso, se ignora el deber de proteger los derechos del demos para proteger intereses personales de terceros.
La corrupción tiene una naturaleza que se enlaza con la decadencia moral y ética dentro de una sociedad. Y se extiende por todos sus miembros hasta dinamitar derechos y libertades, hasta derribar al propio sistema. Puede analizarse desde el cinismo, incluso desde el humor, pero es a través del conocimiento y la teoría como se desactiva este problema. Porque la corrupción es el verdadero problema de todo modelo social y político. La tesis central de la corrupción es bastante conocida en el mundo académico. De carácter universal y sencillo, viene a decir que cuando las personas que ocupan cargos electos (políticos) y públicos (empleados públicos) actúan desde la ética y la responsabilidad moral, el ciudadano disfruta de sus libertades y derechos con total seguridad; cuando esas responsabilidades se mercantilizan desde la acción o la omisión, la democracia se pudre desde su interior y el riesgo aumenta en una espiral que finaliza con la muerte del sistema.
Desde la ciencia política se ha determinado que el poder que no rinde cuentas, casi inevitablemente, desarrolla incentivos para desviarse desde el interés público al interés personal. La literatura académica distingue tres soluciones: controles verticales (electorales), horizontales (las instituciones que vigilan a otras instituciones mediante la Ley) y sociales (medios, centros académicos y sociedad civil). Cuando esas tres capas de “accountability”, se debilitan o se vuelven simplemente decorativas, el coste de corromperse cae. Es decir, si resulta más arriesgado denunciar que incumplir, el silencio se vuelve norma y la corrupción la forma habitual de proceder. Mulgan definió el concepto desde la rendición de cuentas, en el sentido de responsabilidad, e identificó varios sinónimos como la buena gobernanza, la transparencia o la integridad. Por otro lado, Rose Ackerman determinó que la rendición de cuentas tenía como objetivo la lucha contra casos de corrupción, nepotismo, abuso de poder, y otras formas de comportamiento inapropiado.
Es aquí donde entra la dimensión organizativa (Organización) pues su deterioro ejerce una inmensa influencia en el “accountability”. Ashforth y Anand llamaron “normalización de la corrupción” en una institución a tres procesos sintetizados: institucionalización, racionalización y socialización. Es lo que Morrison y Milliken llamaron el fenómeno del “silencio organizacional”: que no es otra cosa que cuando hablar tiene precio y callar tiene premio. En el sector público, esa pedagogía del silencio es letal para el sistema porque el Estado no es una empresa con fines privados; administra derechos, libertades y recursos públicos. El problema radica en que esta normalización desplaza costes a terceros. Esos terceros son los ciudadanos que pagan sus impuestos, aceptan las leyes y actúan con la fe de que el sistema siempre actuará de manera justa y legal. Por eso puedo decir que
la corrupción mata: mata cuando se toleran instalaciones inseguras, contratos sin controles o el acceso de personas a puestos de relevancia condicionado por afinidades y no por méritos profesionales (nepotismo, sistema clientelar, etc.).
Aquí entra Weber, que determinó que la burocracia profesional era un requisito para lograr la seguridad necesaria en el sistema. La autonomía funcional del funcionariado sirve para evitar que la jerarquía política convierta la ley en un menú a la carta. La autonomía es, en sí, accountability para con el sistema y los ciudadanos. Se exige competencia técnica, cumplimiento escrupuloso de los procedimientos y el deber de intervención cuando así lo demanda la ley, que suele ser vivo reflejo de la moral y la ética de la sociedad. Esa tríada (competencia, procedimiento, acción) es lo que el derecho comparado denomina “deber de protección”: no basta con no causar daño, hay que impedirlo cuando se es garante del sistema. Y todo funcionario y cargo electo lo es. Cada vez que alguna de estas figuras mira a otro lado para no incomodar, para no tener “problemas”, o para obtener un beneficio personal, ese deber se traiciona y los derechos de terceros desaparecen.
En consecuencia, denunciar la corrupción interna es un acto de servicio público. Y, hoy en día, de pura heroicidad. La literatura los llama “whistleblowers”, asociando sus acciones a mejoras objetivas en la integridad del sistema público. Pero también supone peligros: represalias formales (expedientes, traslados, evaluaciones adversas), represalias informales (aislamiento, rumorología, bloqueo de carrera) y, en ocasiones, demandas estratégicas para silenciar la crítica (las conocidas SLAPPs). En consecuencia, el Estado que pide a sus empleados públicos que sean garantes debe, por coherencia, garantizar protección a quienes se atreven a serlo cuando es más difícil. No hay nada más corrosivo que la contradicción entre el discurso que encomia la valentía a la hora de denunciar, y la práctica que castiga al valiente cuando se atreve a ello.
En 2023 se aprobó en España la Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y lucha contra la corrupción, en transposición de la Directiva (UE) 2019/1937. La Ley obliga a todas las Administraciones públicas a crear un canal de denuncias para casos de corrupción y otras infracciones, de acceso interno como externo, con el fin de luchar contra semejante lacra social. La norma garantiza la protección a los denunciantes contra represalias (se aplica lo dictado en la reciente STC 28/2025, en donde se específica que cualquier acción contra el denunciante se considera una represalia per se, por lo que corresponde a la Administración demostrar que sus actuaciones no tienen relación con las denuncias presentadas). La Ley determina que toda denuncia puede realizarse de manera anónima o no, debiendo proteger la identidad del denunciante; que la Administración está obligada a actuar y contestar en tres (3) meses; o, que debe proveer al denunciante medios técnicos y jurídicos de protección, así como a sus familiares y personas cercanas que se puedan ver afectadas.
Comparto aquí los canales de algunas instituciones de la isla e invito a todos a utilizarlos: Cabildo: https://cabildodelanzarote.canaldenuncias.aranzadi.es/
Red Tributaria: https://redtributarialanzarote.es/canal-de-denuncia-externa-y-lucha-contra-la corrupcion/
Arrecife: https://arrecife.sedelectronica.es/complaints-channel.1
Teguise: https://centinela.lefebvre.es/public/concept/1888405? access=szn3ozrIbRGbzEn7%2FJp1Di7vf26kHKcP1L26ALQBp9M%3D
Tías: https://centinela.lefebvre.es/public/concept/2319461? access=z%2FmeFvo5vBjh0OMj8hDIXRSQpShryFjUskTVIRwEGAY%3D
Yaiza: https://yaiza.sedelectronica.es/complaints-channel.1
Tinajo: https://transparencia.tinajo.es/t/p/1868-canal-de-denuncias
Conviene recordar, además, que la lucha contra la corrupción no es una cruzada moral, sino una política de reducción de riesgos. Los derechos fundamentales son tan robustos como lo son las normas y los agentes (empleados públicos y personal electo) que los protegen. La realidad es que el ciudadano no “disfruta” de sus libertades por proclamación constitucional, sino porque una cadena de personas hace su trabajo sin concesiones, de manera integra: el interventor que no firma un pago irregular, el técnico que no recalifica un terreno en favor del político, el policía que actúa con imparcialidad y no por servilismo, el político que asume que perder amigos es más barato que perder la integridad de sus principios. Allí donde esa cadena se rompe, los derechos se convierten en humo y los ciudadanos lo pagan.
La responsabilidad individual que nace de los valores éticos y morales de cada uno es el único antídoto fiable contra la corrupción. Defenderla no debe ser un gesto heroico, sino una práctica diaria. Denunciar su rostro, cuando existe, no es una traición, sino la forma más elevada y exigente de lealtad: lealtad a la ley, al ciudadano y a la idea misma de democracia. Porque el poder que no se deja controlar no tarda en dejar de proteger, y tarde o temprano alguien lo acabará pagando. Me gustar recordar las palabras de Dostoievski: “El que eligió el silencio ya lo ha dicho todo”.
En definitiva, cuanto más agentes involucrados se atrevan a denunciar la corrupción, menor será el número de aquellos que aprovechan el sistema para su propio beneficio en detrimento del bien común. Todos somos responsables, unos más que otros. Y si no consideramos la responsabilidad como una obligación, debemos aceptar que algún día podemos sufrir en nuestras carnes esa misma omisión de responsabilidad.
ALEJANDRO PÉREZ O’PRAY
GRADUADO EN CIENCIAS POLÍTICAS Y DE LA ADMINISTRACIÓN, UNED. ESPECIALISTA EN SEGURIDAD POR LA FACULTAD DE DERECHO, UNED. MÁSTER OFICIAL EN ESTUDIOS DE SEGURIDAD INTERNACIONAL, UNIR.








