"Mariah se levanta a las siete y sale a una jaima cercana a recoger el cuscús con el que quiere homenajearnos. Somos sus invitadas durante una semana en el desierto del Sáhara, en el campamento más al sur de la reseca y pedregosa hamada argelina.
Ya ha envuelto su cuerpo en una melfa de color encendido, que parece actuar como barrera protectora contra el desánimo. Tiene cuarenta años y el rostro surcado por todos los caminos que conducen a Dajla.
Aunque no habla de ello, puedo imaginarla con cinco años, de la mano de un padre atezado y robusto, haciendo el último viaje de su pueblo, nómada y libre como el Siroco, antes de ser amarrado a las dunas de un país vecino.
El dorado cuscús que condimenta Mariah ha sido elaborado por una de sus muchas primas. No es extraño. En los campamentos de refugiados saharauis la endogamia es casi obligada, forzada por el exilio y el aislamiento; todo lo más, alcanzan a relacionarse entre las distintas wilayas, como sucedía en España hace cincuenta años en los pueblos del interior, en las montañas o en las islas.
De todas formas, no deja de provocarnos una sonrisa cada vez que identifican a cualquiera de los visitantes que entra y sale de la jaima como "primo" o "prima". Tanto desde un punto de vista metafórico como real, el pueblo saharaui constituye una gran familia. Y durante una semana, formamos parte de ella.
Mariah hunde las manos en la gran fuente metálica y deja deslizar el grano entre sus dedos. Lo hace varias veces, para desapelmazar las virutas de trigo integral. Luego las pasa por un tamiz y las cubre de agua.
El cuscús absorbe para sí hasta la última gota, sin quedar por ello satisfecho, pues habrá que repetir la operación varias veces a lo largo de la elaboración del plato. Parece tan sediento como los pobladores del desierto, muchos de los cuales mantienen en la memoria el recuerdo de un inmenso y generoso océano a los pies de sus ciudades.
Han horadado la arena sobre la que viven, que para nuestra sorpresa contiene agua abundante y limpia. Han excavado pozos que les permiten regar su huerto Extremadura (financiado por esa comunidad), producir verduras para el autoabastecimiento durante los meses menos calurosos del año y mantener una higiene acorde a su dignidad. Pero los cientos de letrinas que se levantan en el exterior de jaimas y viviendas de adobe constituyen una amenaza que nadie parece ver.
En media hora, el grano parece totalmente seco. Mariah añade sal y un chorro de aceite, remueve con las manos la mezcla y llena con ella la vaporera de una gran olla, cuyo fondo cubierto por un retal de melfa color morado evita que escapen los granos. -La tela tiene que estar muy limpia, -advierte a través de su hija Salka, que nos hace de traductora de los pasos para elaborar la receta.
Mientras se inicia la cocción, Dahba, la otra adolescente de la familia, ennoviada, dicharachera y adherida al móvil como cualquier chica occidental de sugeneración, aparece con la mesita y los aparejos para la preparación del té.
La bebida, amarga con la vida, dulce como el amor, suave como la muerte, es acompañamiento imprescindible de las vidas del pueblo saharaui. En la situación de interinidad, de paréntesis en la que viven, -pues se niegan a aceptar que sea definitiva-, el tiempo se arrastra con lentitud. Y la ceremonia de preparación de la infusión parece llenar todos los vacíos.
Aunque durante los primeros días lo consideramos muestra de cortesía y aceptamos dedicar la hora de nuestro exiguo tiempo en Dajla que exige cada té, nos damos cuenta de que puede interrumpirse tras el primero o el segundo de los tres y solicitarse en cualquier momento del día. Y siempre resulta igual de hipnótico el ceremonial del baile de recipientes sobre la bandeja, el líquido dorado escanciado de vaso a vaso, el té delicioso.
Mariah nos llama de nuevo a su cocina para que presenciemos la continuación de la receta. En cuclillas sobre el suelo, manotea el cuscús para que pierda calor y quede esponjoso. Lo salpica con agua y continúa el proceso durante unos minutos. Luego lo cubre y pone agua a hervir para repetir la cocción al vapor.
La mañana avanza perezosa en un lugar completamente ajeno al ajetreo de nuestras existencias cotidianas. Sin obligaciones más allá de las puramente domésticas, -ir a comprar, sacar de las alfombras hasta el último vestigio de polvo del desierto, cocinar o lavar la ropa-, los jóvenes saharauis sienten desperdiciar sus vidas.
Algunos de ellos, como Jama, han viajado a Cuba para formarse, gracias a los convenios existentes entre el Frente Polisario y el régimen de Castro. Pero a su vuelta, ni su preparación ni las aficiones cultivadas en aquel país tienen cabida en el desierto. Jama es ingeniero pero enseña español en el campamento 27 de febrero. Jama baila en un café a ritmo de reggeaton, mueve las caderas con cadencia caribeña y despliega una sonrisa enorme ante el público ojiplático que componemos.
Jama ha crecido rodeado de agua, en un mundo sin límites, y se ve condenado a vivir entre controles militares, con la vida que anhela al otro lado de un muro protegido por ametralladoras y minas antipersona.
El cuscús está listo. Quince últimos minutos al fuego han terminado de dar el punto a la sémola integral, que irá acompañada por un guiso de camello y verduras. Las que se consigan ese día. Hoy, calabacín, cebolla y tomate".