Derridificar

3 de abril de 2023 (11:01 CET)
Actualizado el 21 de abril de 2023 (19:01 CET)

Cuando se murió Jacques Derrida, en octubre de 2004, yo cursaba cuarto de carrera en la Facultad de Filosofía de la ULL. Recuerdo que un profesor, en cierta asignatura de Estética, escribió su nombre en la pizarra, comunicándonos la noticia. Esa clase la dedicamos entera a rendirle homenaje al gran filósofo nacido en la Argelia francesa (como Camus), padre de la deconstrucción, un concepto tan importante en nuestra época.

No sabría precisar cuándo se me ocurrió acuñar un neologismo, sinónimo de deconstruir, haciendo un juego de palabras con su apellido y el verbo reedificar. Quizá fue cuando fui con mi amigo Pablo, aparejador de oficio y matemático y músico de vocación, a contemplar cómo demolían un bloque de pisos en la Avenida de los Menceyes de La Laguna, por donde ahora pasa el tranvía. Pero aquel verbo, derridificar, se me quedó grabado para siempre en la mollera, como alternativa a la deconstrucción de Jacques: desmigajar algo para después reconstruirlo, dándole otro enfoque u otra forma, con intención de mejorarlo. Hasta llegué, en un alarde academicista, a plantarme en el despacho de Ciro Mesa (otro profesor con quien me llevaba bastante bien), para mostrarle mi hallazgo lingüístico, preguntándole cómo podría divulgarlo. Como pretendiendo que mi recién estrenada palabreja ingresase de buenas a primeras en el real diccionario académico de la lengua. Delirios estudiantiles, supongo. Ahora sé que el lenguaje no funciona así, que primeramente uno debe hacerlo suyo, despedazarlo y refundirlo, interiorizándolo y moldeándolo a través de la escritura, pariendo una palabra exista o no antes en el diccionario, sin temor a las normas. A mí solo me importa la eufonía, si algo me suena bien, si es agradable al paladar y al oído, lo escribo y ya está, sin preocuparme de si figura o no en algún tesauro. A veces, sobre todo en poesía, hasta me desentiendo de su significado. La palabra vida tiene dieciocho acepciones en el Diccionario de la RAE, pero su verdadero sentido, ¿cuál es? ¿Tiene alguno? ¿No es acaso un mero disparate? Ningún filósofo lo sabe, y desde luego no puede probarse por  simple reducción al absurdo.

Pero me estoy desviando del tema. Si en cuanto la nombras, una cosa existe (soy platónico y borgiano en esto), el verbo derridificar y sus términos derivados —derrificar, derrificación, derridificación, derrificacionismo, derridificacionismo, etc.— no necesitan justificarse. Son… y punto. Lo importante, además, es que el vocablo hace alusión a un asunto trascendental para nuestra supervivencia como especie: la necesidad de frenar. El imperativo categórico del crecimiento insostenible, la obligación moral, legal, ética y estética de decrecer a toda costa, de deconstruir el mundo, derridificando sus cimientos. Socavar de una vez la ilusión ideológica de que podemos aumentarlo todo sin que haya consecuencias, para nosotros, para el resto de las especies con las que convivimos y para el propio planeta. Desde que hice un trabajillo en el instituto sobre el malthusianismo (reforzado por la metáfora del cuarto de baño de Asimov), cada día estoy más convencido de que no lograremos solucionar ningún problema social si primero no vedamos el coto de la superpoblación. Es más, incluso me atrevería a postular que el valor de un individuo es inversamente proporcional al cuadrado de la masa poblacional, aunque no sepa formularlo como una ecuación. A medida que la superpoblación aumenta, disminuye la valía (y la dignidad) del individuo, como el límite de una función tendiendo a cero. Según datos de Worldometer, el pasado 15 de noviembre de 2022 alcanzamos la escandalosa cifra de 8.000.000.000 de personas en la Tierra. Y en apenas cuatro meses y medio, ya ha subido veinticinco millones más.

Es imparable, insostenible y nos conduce directos a la extinción. Puede parecer una paradoja, cómo vamos a desaparecer si somos tantos, pero estamos consumiendo a pasos agigantados los recursos del planeta, agotando de modo irreversible sus fuentes de riqueza y en cuanto toquemos fondo, no habrá manera de revertir la situación. Y entonces nos lamentaremos y nos echaremos las manos a la cabeza, cuando ya no haya remedio, para variar. Ergo declarar, a estas alturas de la película, desde el escenario del Islote de la Fermina, a Lanzarote como “isla turísticamente saturada”, no es más que una redundancia y una tautología. Eso ya lo sabemos todos, no hace falta explicitarlo. César Manrique y Leandro Perdomo ya lo advertían en sus crónicas y discursos hace cincuenta años. Sin duda, desde un punto de vista institucional, es perfectamente lícito esgrimir un eslogan de cara a las elecciones, pero ¿qué vamos a hacer en realidad? ¿Qué decisiones políticas se tomarán para tratar de desacelerar el proceso, para desatorar Lanzarote y el resto del mundo? ¿Es posible luchar contra un sistema que solo entiende el progreso como un incremento de los números, las cantidades, los beneficios y la productividad? ¿Es viable otro modelo de sociedad que no esté basado en la competitividad feroz y en la depredación masiva? ¿Seremos capaces de ir algún día, biológicamente, contra natura, de no dejarnos arrastrar por el instinto de reproducción impreso en nuestra genética que nos induce a multiplicarnos sin fin? ¿O es que, en el fondo, como apuntaba el Agente Smith en Matrix, los humanos no somos más que un virus, una plaga para este pobre mundo, el cáncer que pudre las células de Gaia, y, en verdad, al comportarnos así, no estamos siguiendo más que nuestra programación natural y cumpliendo nuestro cometido? No tengo respuestas para estos interrogantes, pero me gustaría que pensasen en ellos y reflexionásemos juntos. Quizá aún estemos a tiempo y exista una salida, aunque yo, sinceramente, a día de hoy, sea incapaz de verla.

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