Amir tenía doce años y vivía en Jerusalén, en un edificio de color claro y sin vistas, solo con un muro: el que dividía. Su vida era tranquila en apariencia; iba a la escuela y, a veces, ayudaba a su madre a preparar aquel delicioso pan. Pero en su casa había un silencio muy grande cuando se hablaba del pasado.
Su abuela, Sarit, aún vivía. Tenía los ojitos cansados, con una mirada dulce y tierna. Hablaba poco. Alguna vez nombraba su infancia, sobre todo en las noches tranquilas, cuando la televisión rugía con las noticias. Entonces le contaba cosas: los trenes oscuros, el frío en el campo. Siempre llevaba mangas largas para esconder los números tatuados que tenía en la parte interna del brazo, típica identificación nazi.
—Me decía: “Hijo mío, no odies a nadie, nunca. El odio hizo esto” —y le mostraba su brazo desnudo—. No fuimos tratados como humanos. Prometimos: ‘Nunca más’. Pero esa promesa es para todos los pueblos, no solo para nosotros.
Amir quedaba atónito. No comprendía del todo.
A cientos de kilómetros, en Gaza, otro niño de su misma edad, llamado Sami, vivía en un zulo: un edificio sin ventanas. Dormía al lado de su madre y su hermano pequeño. Cada noche, su madre rezaba en voz baja antes de dormir. No pedía carne ni juguetes, sino algo más sencillo: “Que esta noche no caiga ninguna bomba, por favor.”
Sami había aprendido a distinguir sonidos: el zumbido de un dron, el rugido lejano de un F-16, el estruendo de un misil. Su primo Rami, mientras jugaban a la pelota, fue asesinado por una explosión.
Una tarde, Sami asistió a una tertulia especial organizada por una ONG que conectaba por videollamada a niños de diferentes lugares para hablar de sus vidas. Esa vez, del otro lado de la pantalla, estaba Amir. Eran dos mundos distintos, pero tenían algo que contar.
Al principio, ambos se miraron con desconfianza. Amir vio a un niño con ropa vieja, sucio, con ojos sin vida. Sami vio a uno bien peinado, con libros detrás y con una bonita clase, soleada.
—Hola —dijo Amir.
—Hola —respondió Sami.
El moderador les pidió que hablaran sobre sus familias. Amir dudó; luego comenzó:
—Mi abuela vivió el Holocausto. Estuvo en Auschwitz y, por suerte, sobrevivió. Pero perdió a casi toda su familia. Me dijo que la peor parte no fue el hambre… sino que el silencio se adueñó del mundo.
Sami guardó silencio un momento. Luego dijo:
—Aquí también hay silencio. Cuando muere un niño en Gaza, poca gente se entera o no lo comunican bien. Qué triste es sentir que no existimos. Las noticias no son acertadas.
—Pero eso no está bien —dijo Amir, sorprendido y con rabia—. Mi pueblo sufrió tanto… y, si otros están sufriendo ahora, deberíamos ser los primeros en decir: ¡BASTA YA!
—Eso dijo mi abuelo —contestó Sami—. El dolor sirve para aprender, pero no si lo usamos para hacer daño.
Hablaron durante casi una hora. De sus escuelas. De lo que querían ser. Sami quería ser maestro; Amir, arquitecto. Uno soñaba con puentes, el otro con cuentos para contar.
—¿Tú tienes miedo? —preguntó Sami.
—Sí —respondió Amir—. A veces me asusta que alguien piense que odio a las personas solo por ser quien soy. ¿Y tú? ¿Qué sientes?
—Tengo miedo de dormir y no despertar. Pero más miedo me da que el mundo se ensordezca y se quede mudo.
Antes de desconectarse, decidieron escribir juntos una carta al mundo. No sabían a quién la enviarían, pero la escribieron igual:
> Nos llamamos Amir y Sami.
Vivimos en lugares distintos, pero los dos deseamos vivir sin miedo, no es mucho pedir, una vida con una infancia normal.
El pasado de nuestras familias está lleno de pena y dolor. No se puede repetir. No queremos ser militares. NO queremos ver morir a nuestra gente. NO queremos morir, ni ver morir. Solo queremos crecer.
Quien lea esto, por favor, que lo comparta. Porque el silencio… también mata, y sin balas.
Amir (mirando a Sami):
—Ojalá un día puedas venir a mi casa, sin permisos, sin miedo. A merendar. A jugar. Que podamos hablar sin que el mundo nos calle.
Sami (mirando a Amir):
—Ojalá nuestros cuentos no empiecen con bombas.
—Ojalá nuestros hijos no hereden el pánico y vivan aterrorizados.
Ambos, juntos, al unísono, dijeron:
—¡Ayúdennos!
Escuchen nuestras voces antes de que se pierdan en el humo.
Porque, si el mundo calla… el horror se repite, y no queremos.
En cambio, si el mundo escucha, la historia cambiará.
Amir:
—Yo te oigo, Sami.
Sami:
—Y yo a ti, Amir.
> A Benjamín Netanyahu y a Mahmoud Abbas, a los gobiernos de Israel y Palestina, y a todos los líderes con poder de decidir:
Los niños no votan, pero son los que más sufren sus decisiones. Ni Amir ni Sami eligieron nacer en guerra.
Su deber es defender la vida, no defender decisiones políticas que nos destruyan. Cada escuela destruida, cada hospital bombardeado, cada niño enterrado es un fracaso moral.
No importa qué bandera ondee: es un genocidio. Dejen de negociar con sangre, y de justificar el horror y la muerte con la historia.
Es mejor elegir la paz, porque si ustedes no lo hacen… lo hará la historia, sin ustedes.
Y juntos, con lágrimas en los ojos, dijeron:
No se repite.
La historia debe ser cerrada como un libro; donde los secretos duerman para siempre, y no se repitan más. El bien se hace en silencio, el resto es teatro.