El 31 de diciembre no es una fecha. Es una performance. Una representación colectiva donde fingimos que entendemos nuestra vida y que, además, tenemos algún tipo de control sobre ella. Spoiler: no.
Nos arreglamos como si alguien importante fuera a evaluarnos a medianoche. Como si el tiempo fuera un jurado con copa de cava que pudiera decir: aprobado, esta persona merece un año mejor. Y allí estamos, con ropa incómoda, sonrisa forzada y la sensación interna de que seguimos siendo exactamente los mismos… pero con brillo.
A las doce ocurre el milagro: nada cambia. Absolutamente nada. El mismo cuerpo cansado, las mismas dudas, la misma cuenta bancaria mirando con desprecio. Pero nosotros, valientes, proclamamos resoluciones con la solemnidad de quien no piensa cumplirlas ni en febrero.
“Este año voy a priorizarme”, dice alguien que no sabe decir no.
“Voy a cuidarme más”, dice alguien con resaca anticipada.
“Voy a rodearme de gente sana”, dice alguien que ya tiene el WhatsApp lleno de tóxicos perfectamente etiquetados.
El fin de año es la fiesta oficial del “mañana empiezo”. Una excusa elegante para no cambiar nada hoy. Porque cambiar de verdad no es sexy, no tiene champán y no cabe en una historia de Instagram. Cambiar es aburrido, lento y solitario. Y eso no vende.
Nos prometemos amor propio mientras seguimos mendigando migajas emocionales. Juramos soltar lo que no nos suma, pero lo dejamos en “archivados” por si acaso. Brindamos por la paz mental con personas que sabemos que en enero volverán a sacarnos de quicio. Tradición.
Y luego está el gran mito: “este año ha sido duro, pero el próximo será mejor”. No porque vayamos a hacer algo distinto, sino porque necesitamos creerlo para no admitir que la vida no funciona por turnos ni por cuotas anuales de sufrimiento. A veces simplemente es así: caótica, injusta y bastante indiferente a nuestras ganas.
Lo gracioso —y aquí viene el humor negro— es que repetimos el ritual cada año como si fuera la primera vez. Como si no tuviéramos pruebas suficientes de que el problema no era el año, sino nuestras decisiones, nuestros miedos y esa manía tan humana de posponerlo todo hasta que duela más.
Pero seguimos haciéndolo. Porque mentirnos un poco, una vez al año, es más barato que terapia y socialmente mejor visto que admitir en voz alta: no tengo ni idea de qué estoy haciendo con mi vida.
Así que brindamos. Por lo que no fue. Por lo que no será. Y por la esperanza reciclada, que vuelve cada 31 de diciembre como el turrón: nadie la pide, nadie la necesita, pero ahí está.
Y el 1 de enero despertaremos iguales. Sin epifanías. Sin superpoderes. Solo con dolor de cabeza y la vaga sensación de que este año… bueno… quizá.
Y oye, con eso ya tiramos otro año más.









