Cuento de verano en noche de invierno

3 de enero de 2024 (10:41 CET)

(A Hermenegildo, N.C)

Cuando desperté era 1 de enero e imaginé a N.C viviendo en un sueño de verano. Las enfermeras tiraban ramos de rosas blancas que representaban el año 2023 y ponían en agua con sumo cuidado otros ramos de rosas rojas para dar la bienvenida al 2024.

La realidad había cambiado en un solo segundo y se había convertido en un extraño delirio febril. A mis 38º me preguntaba: ¿Qué sucedería si los años hablasen y si una fiebre común lo cambiase todo?

No era diciembre, no me encontraba en este centro de salud. Hacía calor y prácticamente estábamos solos en una isla de Macaronesia.

La enfermera inglesa, muy delgada y pertinaz, se había convertido en un hermoso caballo tordo. Cuando quisiera sentirme mejor el caballo estaría dentro de mi ojo, dormido en mi párpado. Cuando quisiera libertad abriría el ojo para que el caballo saliese despedido, en libertad, trotando.

Escuchaba voces muy lejanas de un médico boliviano haciendo una vídeo llamada a su familia. Desde Cochabamba me llegaban ritos de fertilidad y cholas cochabambinas de colores. Oía a un tal Miguelín, gritar a su tío doctor ¡Feliz año nuevo tío! ¿Qué hacen por allá?

Oía el ruido de los últimos coches aferrados al ardor del verano. Habían inventado un gigantesco armario junto al centro de salud con un gran zapatero interior. En cada caja de zapatos había un coche. Todo ello constituía un parking perfecto, armónico, y los colores de P. Klee salían despedidos del motor de los autos. En su ascendente choque provocaban los fuegos artificiales que podía oír desde el box número 1.

N.C estaba a 20 m de mí, pero no podía entrar a verme. N.C no conducía, pero había alquilado una scooter con la que llegaba al fin del mundo y con ella había atravesado los Andes bordeando el océano Pacífico. Era una especie de héroe en los momentos críticos.

No sé cómo había venido a esta isla. Su presencia era tan extraña como el cambio de estación que estábamos viviendo en ese momento.

De pronto la enfermera inglesa tocó mi hombro. Con un tono contundente, como quien está pronunciando un kantiano imperativo categórico, dijo que yo ya estaba mucho mejor y que en unos 10 minutos me quitaría el suero y podría irme a casa.

Mi teléfono no paraba de recibir mensajes de felicitación por el nuevo año. Yo veía todo borroso. Había olvidado mis lentes. La realidad y el año nuevo se presentaban absolutamente borrosos. A la bruma decidí añadir fantasía y humor, como suelo hacer en mis peores momentos. Sin embargo, que N.C estuviera en una triste sala de espera me inquietaba.

N.C, además de ser explorador, era una especie de mago de las palabras. Sus aventuras me tranquilizaban, su voz me tranquilizaba, verle fumar me tranquilizaba. 

Al levantarme sentí frío. Ese frío de agosto de la isla que muchos dicen que no existe. Me hice un estúpido moño en el pelo para parecer lo más aseada posible, pero no había remedio…parecía un auténtico cadáver.

En la sala de espera identifiqué rápidamente el casco de la moto de N.C. Me acerqué a él, que parecía tranquilo, y nos felicitamos en año. Me alejé rápidamente temiendo contagiar mi fantasía febril y mi horrible virus.

Cuando salimos del centro de salud todo estaba muy oscuro.

N.C traía una crema de calabacín para mi recuperación y una lata de sardinas para mi gato.

Pedí un taxi mientras N.C se despedía insistiendo una y otra vez en que estaría pendiente de mí y me llamaría al día siguiente.

Cuando subí al taxi pensé que N.C y yo podríamos haber sido un bello cuento de verano.

Esos cuentos de verano que no son cursis, esos cuentos de verano que nunca se escriben.

 

cinedeverano1
 

 

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