El obispo de Canarias, José Mazuelos, ha lanzado un mensaje que debería retumbar en los bancos de las iglesias y, sobre todo, en los sillones donde algunos políticos se empeñan en usar la migración como arma electoral. Ha pedido que no se manipule el dolor de quienes arriesgan la vida en el Atlántico y que se deje de sembrar miedo y odio a golpe de titular barato.
Y, sin embargo, aquí tenemos a VOX con su discurso xenófobo enlatado y al PP más rancio mirando hacia otro lado, como si la Biblia que dicen defender solo sirviera de objeto decorativo en la mesilla de noche.
Porque la Biblia —sí, ese libro que tanto citan cuando les interesa— habla claro:
- “No oprimirás al extranjero, pues vosotros conocisteis la vida del extranjero en la tierra de Egipto” (Éxodo 23:9).
- “El extranjero que resida con vosotros será para vosotros como un nativo, y lo amarás como a ti mismo” (Levítico 19:34).
- “Fui forastero y me recibisteis” (Mateo 25:35).
No son frases escondidas en notas a pie de página. Son mandatos directos, frontales, que parecen escritos para el telediario de hoy.
Lo paradójico es que muchos de los que agitan banderas de la “tradición cristiana” olvidan que la esencia de esa tradición no está en levantar muros, sino en tender manos. Se envuelven en crucifijos al tiempo que rechazan al extranjero, como si no supieran —o prefirieran no saber— qué religión están practicando. Eso de “amarás a tu prójimo como a ti mismo” se les atraganta cuando el prójimo llega en patera.
Son los mismos que rezan el domingo y el lunes aprietan el botón de una ley que endurece fronteras. Los de “Dios mediante” en los discursos, pero con el mazo dando cuando toca votar. Catolicismo de escaparate, fe de quita y pon.
Mientras tanto, el obispo Mazuelos recuerda lo básico: que el Atlántico no puede ser un cementerio y que los muertos en la Ruta Canaria no son cifras, son vidas truncadas. Y eso, guste o no, es un mensaje profundamente cristiano, aunque a algunos les duela porque les desmonta el discurso del miedo.
Quizá lo que más les incomoda no sea el mensaje del obispo, sino el espejo en el que se ven reflejados: un cristianismo de conveniencia que se queda en la misa de doce y olvida lo que Cristo predicó en las calles.








