A veces, un libro es una casa en la que uno se sienta a mirar la lluvia. Otras, es una ventana abierta a la noche, a la intemperie, desde la que sentir el viento y escuchar el rumor lejano del mar. Desde donde contemplar los pájaros que no sabemos si acuden al jardín o se están marchando.
Me detengo hoy a escribir a Begoña Hernández Batista después de haber leído detenidamente sus “Cartas que me escribo” (Escrituraentrelasnubes, 2025). Sus cartas son refugio y viaje. Una correspondencia íntima, sostenida consigo misma y con las presencias invisibles que nos acompañan a todos: aquellos que perdimos, que soñamos, que fuimos. Le escribo desde una necesidad íntima de responder. Desde el primer poema, donde su voz se presenta como una brújula que gira en medio de la niebla. Comprendo que no busca certezas, sino orientación. Este libro, estas Cartas se escriben desde una herida imposible de nombrar. Y, sin embargo, ella encuentra la forma de hacerlo.
Hay libros como este que se sienten. Se siente en el alma ese temblor persistente que solo dejan las cosas verdaderas. Es una verdad poética que se desliza delicada sobre la herida, sin ocultarla, sin nombrarla muchas veces, pero revelándola en cada verso. Desde el título comprendo que estamos ante una obra que se dirige al yo más hondo, a esa voz interior que se reconstruye desde la fragmentación.
La voz de Begoña Hernández Batista es una voz que ha pasado por el tiempo. No sólo porque habla del tiempo como quien lo palpa, lo carga y lo arrastra, sino porque ha sido transformada por él. Su sabiduría ganada a fuerza de pérdidas. La memoria, la identidad, el desarraigo, el deseo de abrigo, el hogar que se va deshaciendo en la lluvia o se recompone en la palabra conoce bien. La ternura que envuelve un vínculo, incluso en el silencio final devastador y luminoso.
Una voz que se escribe para encontrarse. En el tono de su voz hay una delicadeza quebrada, como si hablara desde los restos de una tormenta, pero con la claridad de quien sabe distinguir entre lo que hiere y lo que redime. Esta voz suya serena, lacerada y valiente es una voz que viene del dolor pero también del arte, del oficio de la pintura, del aprendizaje de la mirada. Se nota que es pintora. Hay en sus versos una voluntad de construir imágenes que conforman el modo en que habita el mundo. Sus poemas tienen profundidad de campo, color, textura. Trabaja el lenguaje como si aplicara capas de veladuras, buscando al mismo tiempo la densidad y la transparencia.
Se aprecia el cuidado del ritmo en sus versos, pero también la necesidad de dejar espacio al silencio. Sus poemas se construyen a partir de un verso libre, de versos cortos, de una sintaxis que avanza por acumulación de imágenes con una suave musicalidad. La puntuación es leve, escasa para no interrumpir el flujo de las palabras. Muchos poemas terminan en suspenso, en un susurro. No busca cerrar un significado, sino compartir un estado del alma.
En estas Cartas hay dolor pero también resistencia, belleza, una búsqueda de sentido a pesar de todo. Begoña Hernández Batista observa, espera, reescribe. A veces se pregunta, otras se confiesa o simplemente observa e intenta captar lo esencial en un instante, en un destello. Con trazo persistente se detiene en la ausencia, el tiempo, la infancia, la necesidad de consuelo y la imposibilidad de cerrar ciertas heridas.
He pensado mucho en sus pájaros. Hay pájaros que anuncian tormentas y otros que regresan a rehacer el nido, como esos gorriones que, en su gesto cotidiano, muestran la inercia de vivir. Pájaros que vuelan sobre la infancia, sobre los patios de la casa. Pájaros que un día no regresan más. Los pájaros son mensajeros, como encarnaciones del alma que sobrevive, testigos de un mundo que ya no está. Presencias fugaces que revelan una nostalgia profunda. Son criaturas vulnerables, próximas al corazón. Su vuelo evoca la esperanza de una liberación que siempre se posterga, la necesidad de volar lejos del dolor. En su aleteo hay memoria, deseo, pérdida y anhelos de belleza. Cuando dejan de acudir al jardín de Begoña algo se rompe.
En cuanto a la isla, como símbolo, no es solo el lugar físico, las islas que compartimos —Lanzarote, Tenerife— sino también una metáfora de la soledad, del aislamiento emocional, del deseo de pertenecer a un mundo que parece estar siempre en retirada. La isla es jardín y exilio. A la vez, refugio último: allí donde la vida continúa incluso después del naufragio, el lugar donde ha sobrevivido.
Y luego está el mar. El mar está en la frente, como una línea de fuego, como un recuerdo que se nos va. El mar aparece en los poemas de Begoña Hernández Batista como una figura del tiempo, del origen. A veces, es consuelo, otras amenaza. Pero siempre es presencia. Así es el duelo. Se funde con la idea de los barcos sin rumbo, de las orillas a las que no se puede volver, del hogar que ya no se puede habitar. El mar es inmensidad y pérdida. Movimiento. Una superficie cambiante, insaciable. A veces está en calma, otras arremete contra los muros y arrastra los restos de una casa deshabitada.
Por último, las cartas —y con ellas la escritura misma— son una forma de conjuro. Es un símbolo del intento humano de comunicarnos, con uno mismo, con los muertos, con lo que no se puede comprender. Con sus cartas intenta mantenerte a flote. No son cartas enviadas: son cartas escritas para consolar, para recordar, para comprender. Y esperan respuesta, aunque no llegue. Este gesto de escribirse a sí misma, revela una paradoja esencial: escribimos para permanecer, para dar forma al dolor, pero también para sobrevivir.
Las Cartas son un cuaderno de duelo, una bitácora escrita desde el temblor. Una memoria involuntaria, una serie de misivas enviadas al pasado, a este presente vulnerable y también al porvenir. Una forma de resistir desde la ausencia. Un testimonio y una ofrenda. Un refugio y un espejo. Una forma de seguir viviendo a través de la palabra. Aunque no se envíen las cartas. Aunque ya no haya puerto.
He leído las Cartas de Begoña Hernández Batista como quien se acerca al mar al amanecer. Con la intuición de que allí aguarda una verdad íntima, irrepetible. Donde la memoria, la pérdida, la belleza y el desamparo son convocados con ternura como pequeñas iluminaciones. Duelen y abrazan. Termino de escribir y pienso que “Cartas que me escribo” merece ser leído con lentitud, con recogimiento, como quien abre un álbum de fotos antiguas o escucha la voz de alguien querido desde lejos.
Gracias, Begoña, por permitirnos entrar en esta casa tuya de palabras. Leer tus Cartas es recordar que hay una forma de amor que consiste en seguir nombrando lo que parece innombrable, aunque todo duela. Aunque nadie responda.