Hay mil razones para odiar el periodismo. Y una muy poderosa para amarlo: es probablemente el único oficio del planeta que te regala a veces, muy pocas veces, la ocasión de mirar a los ojos a personas sin las cuales el rumbo de la historia no sería el mismo que la humanidad ha conocido.
Todos en el periódico pensaban que aquella misión periodística sería una simple tarea de 48 horas: volar a Lanzarote, situarse ante las puertas de una muy distinguida residencia de La Mareta, la misma donde años después veranearía a menudo Pedro Sánchez, y cubrir el expediente de la llegada a la isla, con su correspondiente blindaje de opacidad y seguridad, del matrimonio ruso.
En resumen: un viaje relámpago, unas fotos casi robadas y vuelta a casa sin una pobre frase de aquel genio de la geopolítica que subir al titular.
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