El bicho se llevó a Vicenta Betancort. Lo siento tanto, tanto. Era una mujer formidable, una de esas personas brillantes, mágicas. Capaz de hablar de todo, de extenderse en cuentos memorables, y llevarte de la mano hasta el Lanzarote de antes con la maestría y la pulcritud de un sabio. Conocí a Vicenta por casualidad, en una de esas salidas arbitrarias de periodista en busca de noticias. Detrás de algún personaje con el que hilvanar una buena historia para publicar en el suplemento del domingo. Y la suerte quiso que descubriera una joya.
Fue fácil entrar en aquella casa achatada de Órzola: rodeada de un jardín delicioso con geranios rojos y desteñidos, con esa aureola rosa en el borde de las hojas, y en el suelo, apostadas contra el muro blanco que rodea la vivienda, varias pencas alargadas, voluminosas, tímidas. Detrás de las ventanas pintadas de verde apareció la figura de Vicenta. Sonriente, amable, dispuesta a charlar con la visitante ocasional, y así, después de una hora larga que pareció tan corta han seguido otras charlas por teléfono. Y siempre al otro lado, la voz de Vicenta era capaz de mantener una de esas conversaciones amenas, distintas, salpicadas con esas historias curiosas que vivió o que alguien le contó.
Vicenta no lo sabía pero se parecía bastante a uno de los personajes de Borges, al gran Funes, con su memoria prodigiosa. Dicen las personas que convivieron con ella los últimos años que su memoria era como un libro. Un libro de varios tomos en el que podía quedar constancia de hechos insólitos, de la vida en una isla de supervivientes, cuando los tiempos ruines marcaron el destino de generaciones de conejeros. Además, en las páginas finales de este libro Vicenta Betancort se había encargado de guardar y mantener vivas antiguas sensaciones. Como un alquimista reconocía impresiones, huellas pasadas, pasos perdidos.
Una de las veces que tuvieron que llevarla al médico, ella que llevaba años sin salir de casa, y que apenas veía, se dio cuenta que el conductor del coche que trataba de llevarla al centro de salud de Mala se había equivocado. Lo dijo convencida, lo dijo porque no reconocía los vaivenes, las curvas cerradas que en otro viaje había hecho. Si ver, era capaz de adivinar, de sentir que aquel camino no era por el que había transitado.
Vicenta Betancort nació en Haría, en la conocida como Casa del Cura. No pudo ir a la escuela porque tuvo que trabajar. Debía ocuparse de las cabras. Fue una de esas mujeres adelantadas al tiempo y al lugar en el que le tocó vivir y con el tiempo aprendió tantas cosas. Se sentía especialmente orgullosa de haber ayudado a sus vecinos. Contaba que de noche cogía un candil y salía por aquellos caminos oscuros hasta llegar a la casa del enfermo que necesitaba que ella le pusiera una inyección.
Las historias de Vicenta me resultan fascinantes. Ya no podré volver a llamarla para hablar y reírnos a carcajadas con sus cosas y mi alucinación. Con ella también se va una parte de lo que fuimos, de nuestra memoria.
Gracias Vicenta, por todo lo que diste.