Desde el año 2008, desde el estallido inmobiliario estadounidense hasta sus ramificaciones europeas, ha pasado mucho tiempo pero, sinceramente, pareciera que nada ha cambiado. En este periodo hemos visto como la crisis no era simplemente una palabra vinculada a la economía. Observamos impasibles que se trataba de un disfraz que escondía tras ella intenciones que nunca nos dijeron ni mencionaron. A la economía decadente, a la prima de riesgo o al sistema bancario desequilibrado, se le sumó el drama humano, la sociedad menguada, el hambre, la pobreza, las injusticias, las arbitrariedades, la represión. Pero no seamos tan ilusos si queremos achacar una responsabilidad exclusiva a una crisis inmobiliaria o a una especulación masiva de componendas –que por supuesto tienen su grado de responsabilidad-.
El modelo nos ha fallado. Nuestros pilares democráticos fundados en la libertad, la igualdad o el derecho se han visto atacados en todos sus ámbitos. Como dice el profesor Antonio Rovira en su libro "No es justo", "una democracia bonsay, bonita, pero recortada y pequeña, formal pero inservible como un holograma", un estado arbitrario que da la espalda a sus ciudadanos, un estado con leyes y derechos que justifican actos que muchas veces nos parecen surrealistas y moralmente cuestionables. Murallas de papel que son ejemplo y espejo de un sistema obsoleto, que no puede resolver las demandas que se necesitan y se requieren en tiempos de cambio social. Explico algunas consideraciones.
El poder es el que tiene la potestad de hacer. El poder no es nada sin el hacer. El que tiene el timón del poder-hacer tiene el control, el mando. Para que ese poder sea justo y nos aseguremos que cumple con sus funciones sociales y legales, necesitamos de una estructura legal fuerte. El derecho es un instrumento y hacemos uso de él para sentirnos seguros, para que nadie pueda atacarnos y vulnerar nuestro espacio. El derecho limita a los individuos, pero también al poder-hacer.
La separación de poderes es la base del sistema democrático. Se necesita de un poder judicial fuerte y alejado de las doctrinas del ejecutivo, del poder. Toda Constitución, para que sea democrática, debe reflejar una separación real de los poderes y unas garantías que hagan que esto se cumpla. Lamentablemente, día tras día, vemos como la franja entre el poder judicial y el poder ejecutivo se acota. Un poder judicial que en el papel asume los principios de Montesquieu, pero que en realidad está controlado por el poder-hacer. ¿Qué sentido tiene que en un país como España, a los jueces los sigan nombrando, en lo que a su evolución judicial se refiere, el Consejo General del Poder Judicial, y que a éstos, los designen los partidos políticos? No tiene ningún sentido, si no fuera porque el poder quiere abarcar la justicia. Mientras esto siga ocurriendo, no tendremos un país equilibrado, democrático y justo.
La Constitución de 1978 es el reflejo de una época y de unas circunstancias que precisaban decisiones in situ. Lo hicieron lo mejor que pudieron, nos dejaron un legado a la altura de cualquier país democrático, de un calibre forjado con el mejor acero. Reconozco su honorabilidad, pero debo de reconocer sus decadencias temporales. Ninguna Constitución es ilimitada aunque su composición sea rígida, sino que la modificación, la adaptación y la mejora son elementos esenciales de la vida de ésta. No hay que tener miedo a cambiar, puesto que cuando algo no funciona con normalidad o sus constantes vitales se debilitan, debemos de rehabilitarlas y dotarlas de las mejores formas que poseemos en el presente.
Las libertades se conquistan y se perfeccionan en su ejercicio, en las acciones de cada uno de nosotros, las libertades se consiguen y se cuidan. El poder debe ser el mecanismo para la consecución de los fines esenciales del hombre, la justificación para luchar por la integración, la colaboración, la sensibilidad y el bien de todos. No tengamos miedo de creer, de dialogar, de consensuar. En 1978 lo hicimos, ¿Por qué no en 2016? Es justo y es necesario.
*Ayoze Corujo Hernández, estudiante de Ciencia Política y Administración Pública en la Universidad Autónoma de Madrid.