El Callejón del Salto

6 de abril de 2023 (20:47 CET)
Actualizado el 7 de abril de 2023 (08:32 CET)

A Ramón Ramos Rodríguez, las tres erres de Arrecife.

Ayer por la mañana, yendo al trabajo, tras salir del dungeon callejero de El Lomo que desemboca en el Charco, me encontré una naturaleza muerta en la Jacinto Borges Díaz: el cadáver de una paloma espachurrada contra el piso, víctima inocente de un atropello, con las alas en cruz, los ojos en blanco y el pecho abierto y rojizo, como el Cristo herido por la lanza de Longinos. Cual si un arúspice de la antigua Etruria le hubiese arrancado las entrañas para presagiar el futuro. Me vinieron a la memoria, de repente, los versos de T. S. Eliot en La tierra baldía:


Abril es el mes más cruel, criando
lilas de la tierra muerta, mezclando
memoria y deseo, removiendo
turbias raíces con lluvia de primavera.
El invierno nos mantenía calientes, cubriendo
tierra con nieve olvidadiza, nutriendo
un poco de vida con tubérculos secos.
 

Fue un martes nublado, y alrededor de las 10:35, cuando apenas había abierto las puertas verdes de La Madriguera, cargado el baúl con patas, el jolatero de libros y el banco escolar repleto de cajas de fruta literaria, empezó a lloviznar. Un chipichipi lo suficientemente molesto como para hacerme recoger todo el chiringuito y tener que ponerme de nuevo a limpiar. Antier tuve un día durísimo. Se reventó una tubería en la vieja Casona de don Pancho y parte del pasillo que conduce al almacén se inundó de líquido. Por suerte los libros no sufrieron daño y la avería ya está reparada, pero me pasé media tarde noche fregando y achicando agua. Justo después de escribir un poemilla sobre el Charco de San Ginés, sufrí en mis propias carnes el Charquerío de la Porlier, como si los versos, premonitorios, que compuse, me hubiesen estallado en la cara.

El resto del turno matutino lo pasé tasando libros, una generosísima donación procedente del expurgo bibliotecario del IES Blas Cabrera Felipe, el centro más antiguo y mejor dotado de la isla, cuya primera sede estuvo en Las Cuatro Esquinas, al mando del comisario regio Agustín Espinosa, cuya impronta lancelótica todavía persiste. Por cierto, sería Leandro Perdomo quien iniciase, en Pronósticos, la campaña que finalmente se materializó en 1970 para bautizar al instituto con su nombre actual, en honor al gran físico conejero, nuestro científico más universal.
 
Así que después de un inicio de semana bastante atravesado, por fin obtuve mi recompensa. Fue volviendo a casa, como ya viene siendo habitual. Después de cerrar la librería, desanduve el camino y cuando subía por esa calleja estrecha, sin nombre (o al menos sin placas que lo indiquen, ni al principio ni al final), a mitad de la empinada cuesta, me crucé con un viejillo. Yo iba con los cascos, escuchando rap a todo volúmen y él con varios paquetes bajo el brazo. Pero aun así nos saludamos con la mirada y como vi que se disponía a hablarme, apagué la música. “Unos suben y otros bajan”, me dijo. “Pues bajar también tiene lo suyo, es peor para las rodillas”, le respondí. Y empezamos a conversar, como si nada, como si nos conociésemos de toda la vida y me hubiera encontrado al vecino. Me contó que se había criado en esa calle: El Callejón del Salto. Por fin supe por dónde andaba cada día, sin necesidad de preguntarlo ni de recurrir a Google Maps. Que cuando él era chinijo, estaba asfaltada de callaos, no de piche. “¿Y eso, cuándo fue?”, inquirí, curioso. “Pues imagínate, si yo tengo 88 años, nací en el 34, antes incluso de la Guerra Civil”. Y pasó a referirme las miserias de aquella masacre fratricida y, sobre todo, las penurias de la posguerra, que sufrió de cerca. Los 5.000 militares que okuparon Lanzarote tras el golpe de estado franquista. “Que casi había más soldados que civiles en Arrecife”, esa frase lapidaria se me quedó clavada como un tiro entre las costillas. Y el hambre y las cartillas de racionamiento, cómo el régimen acaparaba la comida en grandes almacenes distribuidos por la isla, repartiéndola a cuentagotas por las fondas y ventitas, adonde iban las familias a por trescientos paupérrimos gramos de azúcar o la cicatería equivalente que les correspondiese. La ruina más absoluta. Y entonces me habló de la venta de Melquíades, en el mismo Callejón del Salto, en la primera casa que hace esquina a mano derecha por la parte de abajo, virando rumbo al Charco. Con cada palabra suya, me sentía transportado a otra época, con las tripas rugiéndome a las dos de la tarde, pero abducido por el relato. “Porque Melquíades tenía una falúa con la que salía de pesca, algunas noches, mientras su mujer se quedaba en la venta”. Y luego despachaban aquel pescado que saciaba tantas bocas. “La casa la heredó una hija y después su nieta, que falleció hace poco”. Y ahora yace, como tantos otros caserones en Arrecife enchumbados de historia, en el más completo abandono. Pero aquella, la de Melquíades, no fue la única lonja de la capital. Antes de despedirnos, Ramón, con su memoria de mamut prehistórico, también me comentó que en la cercana calle La Palma vivieron tres hermanas (únicamente retuve el nombre de Eulogia) que tenían una tiendita cada una. Así era la capital de Lanzarote, hace casi un siglo. Estoy deseando volver a encontrarme a don Ramón Ramos Rodríguez, las tres erres de Arrecife, para que siga contándome la historia de sus calles.
Ramón Ramos Rodríguez, en el Callejón del Salto, frente a la antigua venta de Melquíades
Ramón Ramos Rodríguez, en el Callejón del Salto, frente a la antigua venta de Melquíades

 

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