Por desgracia para algunos, la mente alcanza a veces más de lo que merece. Al asistir como involuntarios espectadores al presente espectáculo del reparto masivo de vacunas gripales, hay quien sin querer rememora las colas con la cartilla de racionamiento, quien recuerda la gran marmita de hirviente leche en polvo distribuida a los escolares por el mismo gobierno que repartía bombas atómicas y napalm a discreción... incluso hay quien se ve asaltado por imágenes reales mucho más espeluznantes.
Y yo, que no debo ser bastante cretino, quiero aprovechar la rumbosa temporada para solicitar humildemente tratamiento para mi inquietante malestar: ¿Podría someterme a una operación gratuita de aniquilación de inteligencia? Nada de reducción de estómago, por favor, que lo llevo bastante bien, que me amputen la inteligencia. Toda. Y es que, de momento, no me puedo quitar de la cabeza, por más que lo intento, que la misma Sanidad que reparte ahora generosa inmunidad a bombo y platillo, es la misma que me dijo que volviera dentro de un mes para quitarme un tapón de cera que me había ensordecido un oido, que no encuentra manera más políticamente correcta de tratar mi dentadura que arrancármela, que no tuvo reparo de abrir en canal a mi mujer cuando dio a luz para terminar antes, que se gasta millonadas en publicidad para recomendar el uso responsable de los estupefacientes, que tiene el aborto sistemático en nómina y la eutanasia en estudio, que no dice ni «mu» respecto a las sanguinarias circuncisiones rituales de menores ejecutadas procesamente por médicos y en establecimientos sanitarios...
En fin, para que seguir, si cada cual tiene lo suyo que contar... y no todo es malo, por supuesto. Mi hijo por ejemplo, está más que agradecido por el guante de látex que le dieron en la pasada consulta relámpago. Lo que no toleraría por nada del mundo, sería la amena rutina de los payasos de hospital. Por cosas de la vida, no le gustan para nada ningún tipo de payasos.
José Francisco Sánchez Beltrán