No se puede vender un paraíso. No se puede asfaltar la poesía, no se puede intercambiar el silencio por un “todo incluido”. No se puede vender la maravilla a plazos, ni malvender lo sagrado por un puñado de clics. Y sin embargo, está ocurriendo. Hoy las Islas Canarias tiemblan. No por los volcanes, sino por el ruido de un turismo que no escucha, que no mira, que solo consume.
Aquí el tiempo solía ralentizarse, ahora se mide en check-ins y aparcamientos. Por las huellas pesadas de quienes entran sin tocar la puerta, por las maletas que ruedan donde antes crecían los sueños. Antes, aquí, el tiempo susurraba. Ahora corre, pisa, desgasta. Llegan como langostas con trolley, fotografían la lava sin preguntarle el nombre, se sientan en la duna como si fuera un banco. Pero la arena no olvida. La roca no perdona. Y la lava… la lava no sabe defenderse.
César Manrique ya había escrito el futuro entre los volcanes. No construyó edificios ni estructuras, cosió la tierra al cielo, construyó silencios, dibujó casas que respiran con la tierra, talló el arte en la toba volcánica como se talla una promesa de amor. Soñaba con una utopía de límites sagrados, de pausas y respeto, de belleza que no exige, que simplemente invita. Moldeó la poesía en el paisaje, fundió el respeto con la arquitectura, defendió Lanzarote como se defiende a una madre. Soñaba una utopía hecha de belleza y medida, de armonía entre el ser humano y la naturaleza, de silencios más poderosos que las excavadoras. Y sin embargo… la belleza está muriendo de éxito.
Y las playas se quedan solas, llorando colillas, enterrando plástico como si fuera vergüenza. Los senderos gritan bajo los neumáticos, las reservas naturales ya no son sagradas, y las columnas de coches llegan hasta el atardecer. Y mientras tanto… faltan casas para quienes realmente viven aquí, falta agua, falta corazón, falta poesía. Y Lanzarote sigue allí, en silencio. Como una madre que no deja de amar, incluso herida.
Y entonces escribo. Escribo descalza. Escribo con las manos llenas de lava y flores silvestres. Escribo porque ya no puedo callar. Porque las cosas valiosas no se venden. Se cuidan. Se acarician. Se honran. Que cada paso sea un “gracias”. Que cada viaje sea un peregrinaje. Que cada mirada sepa arrodillarse ante tanta belleza. Porque las Islas Canarias no son un destino. Son una oración.
Y Lanzarote… Lanzarote es un poema que solo se deja leer por quien tiene el corazón limpio. Es un verso tallado en piedra, y cada acto de descuido, es una línea arrancada.