Un auto judicial, un buen puñado de euros y girasoles para César

por FERNANDO GÓMEZ AGUILERA El reciente Auto de la Sección Segunda de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, poniendo sobre la mesa la aplazada ...

18 de octubre de 2005 (19:58 CET)

por FERNANDO GÓMEZ AGUILERA

El reciente Auto de la Sección Segunda de la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Canarias, poniendo sobre la mesa la aplazada cuestión de las responsabilidades patrimoniales de la Administración en materia de desclasificación de suelos turísticos, no debe servir de argumento para legitimar el miedo y, por consiguiente, el repliegue de las políticas públicas insulares en lo que concierne al control del crecimiento turístico y la ordenación del territorio. Dar pasos hacia atrás sería una claudicación reprobable que nos situaría en la antesala del drama.

Perderíamos el tiempo si nos entretuviéramos en reiniciar el fatigoso debate sobre la conveniencia de regular los desarrollos turísticos y la ocupación del suelo, o por el contrario, dejar su destino en manos de la voluntad del libre mercado. Esta cuestión parece saldada en Lanzarote.

A estas alturas, en que la inquietud del sector turístico español, perturbado por avisos de pérdida de competitividad, anuncia síntomas de agotamiento del modelo desarrollista, es ya criterio en los "think tank" de las patronales más solventes del país que hemos tocado fondo y se impone la regeneración de la industria sobre nuevos criterios estratégicos fundados en la cultura de los límites. Que el viejo paradigma turístico de la costa mediterránea y de las propias islas hace aguas es un hecho a voces. De entre las muchas decisiones sobre las que progresivamente habrá de reconfigurarse esa nueva fórmula de oferta turística, aún por diseñar, en torno a ciclos de demanda cada vez más cortos, fluctuantes e imprevisibles, una, de carácter estructural, parece ganar posición: será necesario regular los crecimientos y establecer techos, evitando las saturaciones y la consiguiente degeneración y trivialización de los destinos. Todo ello sin olvidar, también inicialmente, la imperiosa necesidad de renovar la planta alojativa. A partir de este giro defensivo, cambiando de lógica, queda por reinventar creativamente ofertas que sepan satisfacer el gusto medio del visitante masivo sin renunciar a una cierta singularidad y a respetar la calidad de vida del ciudadano local y de su entorno.

La industria del turismo supone la primera actividad económica de nuestro mundo globalizado. Su negocio representa algo más del 10% del PIB mundialunos 5 billones de eurosy genera más de 700 millones de desplazamientos anuales, con una perspectiva de crecimiento exponencial a corto plazo, tan pronto se incorporen a la sociedad del ocio y el consumo las clases medias del gigante chino y de India. El turismo de masas es un hecho contemporáneo de gran escala que no admite en sí ni demonizaciones ni santificaciones simplistas: existe. Lo cierto es que da carta de naturaleza a un fenómeno imparable, de extrema complejidadprobablemente una de nuestras grandes metáforas antropológicas como especie hoy en día , con el que el mundo tiene y tendrá que convivir, aprendiendo a gestionar con la mayor inteligencia posible el conflicto que se deriva de su potente y paradójica energía. Paradójica por cuanto, por un lado, provee oportunidades económicas para las comunidades y los estados, mediante la generación de recursos susceptibles de ser empleados en el bienestar de las poblaciones y la regeneración del patrimonio natural y cultural; pero, por otro, consume, contamina, perturba y puede acabar banalizando, si no destruyendo, los espacios físicosnaturales y urbanosy las comunidades culturales sobre las que se asienta: ur-banaliza intensamente. Aunque tender hacia el equilibrio no resulte sencillo, los destinos turísticos más agresivos de la civilización occidental desarrollada parecen haber agotado los márgenes del "alegre crecimiento", mientras envejecen. Los costes han sido cuantiosos y, en no pocos casos, irreversibles. Las comunidades y líderes que no comprendan este escenario de no retorno y persistan en la parálisis sin reaccionar proporcionalmente, con la mayor capacidad posible de anticipación, creatividad y flexibilidad, se quedarán atrapados en su pasado y apeados de su futuro, como ha ocurrido en sucesivos momentos de encrucijada histórica.

Ocio y turismo configuran el gran patrón sociocultural de nuestra época tardomoderna, en el marco de la economía de mercado y la sociedad de las desigualdades planetarias. En sus contradicciones formidables, resuena la música dolorida y perpleja de nuestro tiempo atónito, en el que la opulencia se confronta a la miseria, la instantaneidad de la homogeneización global al repliegue y la trivialización identitaria -reconstruida no pocas veces sobre topografías simbólicas ficticias estimuladas, en ocasiones, por la propia presión de diverso signo que ejerce la industria turística-, la urbanización del mundo a la degradación del medio ambiente, la tematización a la esforzada diversidad cultural, el consumismo a las experiencias genuinas, el turista al ciudadanocuyas naturalezas se intercambian, aunque en realidad se superpongan , la cultura a las mercancías... Un sistema polarizado y contradictorio que genera notable incertidumbre y, por consiguiente, alto riesgo. Como el turista paga y, por tanto, se convierte en la masa financiera de la industria, sus hábitos, espontáneos o inferidos, terminan por convertirse en el criterio que toman como referencia las políticas públicas para ordenar las intervenciones en los espacios compartidos. Sus demandas influyen no poco a la hora de que la Administración priorice sus actuaciones, presionada por los operadores económicos, desplazando, con frecuencia, las necesidades del ciudadano.

Nadie pone en duda que la implantación de la industria turística ha cambiado drásticamente las expectativas y la calidad de vida de los lanzaroteños. Para un sector mayoritario de la población, ha mejorado el marco de oportunidades económicas, incrementando notablemente su capacidad adquisitiva, las prestaciones públicas y, en general, el nivel material de vida. Es algo no sujeto a controversia. Pero el debate, probablemente, es otro.

Deberíamos resituarlo en la injusta asimetría -producto de dos velocidades monetaristas distintas- que se ha producido entre el importantísimo volumen económico global del negocio turístico, privatizado mayoritariamente, y su deficiente repercusión en el espacio y los servicios públicos insulares, caracterizados por su escasez, desbordamiento e ineficiencia. La hegemonía de un modelo económico monetarista-sólo matizado a partir de los noventa, con poco éxito, la verdad-, sin el contrabalanceo de una acción política preocupada por establecer reglas de equidad y justicia social y ambiental, está en la raíz de este importante desajuste, que nos deja entre las manos una isla impropia de los tiempos de bonanza económica que hemos vivido.

En este sentido, Lanzarote proporciona un magnífico ejemplo de lugar construido sobre la prevalencia del turista, sin que la riqueza generada por la explotación del lugar haya creado equitativamente valor añadido de carácter cívico social. Las plusvalías en términos de bienestar ciudadano han sido más bien escasas, mientras la socialización de las cargas generadas por la vertiginosa expansión de la industria se han extendido: deterioro del territorio, corrupción política, artificialización del paisaje, aculturación, presión de infraestructuras ineficientes, movilidad insostenible, explosiones demográficas, especialización económica, pérdida de diversidad del tejido productivo, déficit en equipamientos sanitarios, educativos, urbanos y cívicos... Una dinámica que ha terminado por extender incomodidades, además de malestar y desafecto en el imaginario colectivo. En buena medida, el éxito del turista ha engullido al ciudadano y lo ha expulsado de su legítimo derecho a un bienestar equilibrado, simétrico a los beneficios de la actividad económica que soporta, algo más del 80% de su PIB interno.

Parecería que, en este contexto, las políticas públicas tendrían que ponerse a trabajar, sin tardanza, para corregir esas desviaciones, en no pocos casos estructurales, y resarcir a la población de la isla de la deuda histórica que el turismo ha generado con los servicios públicos, cuyas responsabilidades están repartidas y compartidas, sin que haya lugar al victimismo. A muy grandes rasgos, dos constituirían las acciones estratégicas básicas: una, controlar el desbordamiento del sistema turístico-territorial garantizando la eficiencia de la actividad económica terciaria -que debería ponerse al día- sin menoscabar la integridad del territorio; y dos, reequilibrar la balanza de pagos ciudadanos en términos de inversiones en la calidad de vida de la población: hacer, por fin, política insular basada en la equidad. En este pedregoso escenario, probablemente, la mejor noticia, sea que, abandonada la posibilidad melancólica del robinsonismo, disponemos aún de margen para gestionar la complejidad. Margen en la dificultad y el riesgo, todo sea dicho, que reclama coraje, además de pulso institucional y comunitario.

De ahí que, en este momento clave donde los haya habido, con las administraciones públicas liderando el proceso -Cabildo y Gobierno de Canarias-, no debiéramos dar ni un paso atrás colectivamente en la contención del crecimiento y la ordenación de la industria turística y sus efectos colaterales sobre el territorio y la comunidad. Los tribunales, después de una larga dilación, colocan ahora en la intermitencia roja de nuestra agenda la cuestión de las indemnizaciones. Tocaba. Y es asunto de la mayor trascendencia: el debate más real y sustantivo sobre nuestro turismo. Un asunto, por más que los interesados se hayan apresurado a jalear lo contrario, abierto. De momento, la Sala sólo ha planteado que hay que hablar de ello, absteniéndose de sentar criterio específico. En esta franja judicial, pero también de voluntad política, nos jugamos una apuesta central de futuro razonable para la isladentro ya de un marco de demasiadas pérdidas acumuladas . En una tradición legislativa y un orden judicial concebidos en torno al derecho fundamental a la propiedad privada, tarde o temprano, la mano enguantada de la indemnización iba a tocarnos a la puerta. No obstante, retomando generosamente la iniciativa institucional y social podemos y debemos resistir en diversos frentes. En primer lugar, en el de los principios y convicciones, reafirmándonos en la decisión popular, con las instituciones al frente encabezando el proceso, de perseverar en la voluntad de salvar la isla del desastre sin paliativos o, al menos, de amortiguar y minimizar los impactos presentes y futuros del paquidermo turístico. Se trata de una instancia con sede político-social.

En segundo lugar, en el ámbito de los tribunales, discutiendo jurídicamente los criterios que deben fundamentar la aspiración de los promotores a recibir indemnizaciones multimillonarias por sus inversiones. Principios que acotarán la aspiración desmesurada de los empresarios inmobiliarios a percibir voluminosas cuantías que incluyan, además de los gastos de urbanización, el lucro cesante, las expectativas de negocio. A esa voluntad crematística e insolidaria deberá contraponerse con energía el interés general, o sea, el derecho de la isla a ordenar y diseñar su futuro a través de instrumentos urbanísticos reguladores y limitadores. Disponemos de argumentos jurídicos y de base legislativael preámbulo del propio Auto lo reconoce , además de contar con equipos de abogados experimentados y solventes, para encararlo con relativas garantías, en un proceso ciertamente complejo e innovador, que conlleva no poca pedagogía con los tribunales, y, sin duda, riesgo. No va a resultar fácil y debemos ser conscientes, pero hay espacio para avanzar e ir creando sensibilidad en los jueces. La voz social de Lanzarote se ha expresado ampliamente a este respecto. No deja resquicio para la duda: dijo, con contundencia, "parar ya" y manifestó su enojo reclamando que se cesara en la destrucción de la isla. El propio Gobierno de Canarias, a pesar de su distracción y su rechazable evasión actual, ha reconocido la insostenibilidad del modelo económico-turístico de las Islas, además de la necesidad de limitarlo y reorientarlo. Esa conclusión se plasmó en las Directrices de Ordenación del Territorio y del Turismo, que permanecen sin desarrollar, durmiendo en el limbo de los justos.

En tercer lugar, será pertinente crear amplios consensos si es posible, o, en caso contrario, tomar y apoyar la decisión política correspondiente, para crear instrumentos de nueva fiscalidad verde -en realidad, de mera supervivencia-, que, repercutida sobre el turista, sirva, como primera respuesta de choque, para rescatar derechos urbanísticos. Aunque salga caro, será finalmente barato si lo confrontamos al rostro de un futuro insular desordenado y lleno de excesos, en manos exclusivamente de la oferta y la demanda, que nos conducirá, como ha ocurrido en otras zonas del país, a la banalización y degeneración de la isla como destino turístico y como lugar de vida. Pero, sobre todo, ya en una perspectiva más de fondo, que se inviertan en un amplio conjunto de medidas encaminadas a promover y salvaguardar la calidad de vida de la isla en su conjunto, es decir, tanto desde la perspectiva social cuanto territorial.

Las políticas derivadas de esta nueva fase reclaman una ambición transversal, marcada por un carácter fuertemente polarizado en torno a la mejora de la vida cotidiana, en consonancia con las carencias y la densidad demográfica actual, provocada por el crecimiento excesivo de la oferta turística: desde la finalidad estrictamente referida a la recuperación de suelo, hasta las inversiones en recursos y equipamientos sanitarios, educativos, culturales y de asistencia social; o en instrumentos y cuadros de gestión de los espacios protegidos, recursos naturales y conflictos ambientales; o en la creación de lugares de socialización ciudadana, equipamientos, vivienda pública y usos comerciales equilibrados; o, en fin, en la calidad del espacio público. Un programa lo suficientemente amplio y creativo como para hacer política, sea del signo que fuere, de justicia social, de equidad distributiva de los beneficios turísticos. Aunque estemos muy escaldados, pues las palabras se las han llevado los alisios una y otra vez y donde dijeron digo, luego escuchamos decir Diego, no estaría de más darnos una nueva oportunidad planteando un gran Pacto por el territorio. Si de algo sirviera, sin duda éste es el momento oportuno. En particular, ante un próximo horizonte electoral muy fracturado, de cuya dispersión y encono poca estabilidad política puede esperarse. Convengamos en que si invertimos en "nosotros", invertiremos en la calidad y los derechos inherentes al turista. Respetando la isla, su integridad territorial y su singularidad paisajística y cultural, respetaremos el destino turístico.

Me temo que, en este punto, o vamos hacia delante con decisión política y social o nos devora el futuro, que está ahí mismo. En un escenario de recuperación de la libre iniciativa por parte de los inversores inmobiliarios, al margen del planeamiento insular, estaríamos condenados a olvidarnos del Plan Territorial Especial, de Adaptaciones a las Directrices y demás planes. Resultarían no sólo ineficaces sino desprovistos de cualquier virtualidad. De no invertir en contención y rescate de suelo, los efectos serán evidentes: la isla quedará en manos del mercado y los operadores turísticos e inmobiliarios. Miremos hacia su ley implantada en las costas de Gran Canaria, de Tenerife, o de la costa mediterránea. ¿Se desprenden motivos para la confianza?

Tocan las campanas. Es obligado que el Gobierno de Canarias se implique ahora con Lanzarote y no le dé la espalda: serían los girasoles más adecuados para César Manrique, los que de verdad le gustaban, los únicos incontrovertidos. Y el presidente Adán Martín, dispuesto a reconocer y celebrar públicamente la claridad del mensaje de Manrique en defensa de su isla, lo sabe. En su mano está no traicionarse, sin olvidar que si se le cierra la puerta a Lanzarote en este desafío -nuestra isla está avanzando el conflicto-, las decisiones del Gobierno en materia de Directrices se verían seriamente afectadas y, por consiguiente, la voluntad de los ciudadanos canarios de ponerle freno al deterioro que sufren las islas, al que tanto contribuye una RIC mal orientada. Mientras tanto, hagamos propósitos para que al Cabildo, con su Consejero de Política Territorial al frente, no le tiemble la mano responsable, como, con buen criterio, no le ha temblado hasta hora. Es tiempo, una vez más, de la política y de la comunicación. Y, de paso, que a nosotros no nos tiemble la voz: la que vigila, pero también la que acompaña cuando las decisiones se ajustan a lo que podemos interpretar como una voluntad social ampliamente compartida, en beneficio del interés general, en este caso de Lanzarote y de sus ciudadanos.

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