Trenes en Canarias

Por Juan Jesús Bermúdez Canarias es una anomalía motorizada en medio del Atlántico. Un archipiélago que dedica diariamente cerca de veinte mil barriles de petróleo para mover a más de un millón seiscientos mil vehículos, con un precio del ...

25 de enero de 2010 (01:30 CET)
Por Juan Jesús Bermúdez
Canarias es una anomalía motorizada en medio del Atlántico. Un archipiélago que dedica diariamente cerca de veinte mil barriles de petróleo para mover a más de un millón seiscientos mil vehículos, con un precio del ...

Canarias es una anomalía motorizada en medio del Atlántico. Un archipiélago que dedica diariamente cerca de veinte mil barriles de petróleo para mover a más de un millón seiscientos mil vehículos, con un precio del combustible que es similar al que se sirve a un norteamericano medio, ciudadano que pertenece a un país donde se extraen al día más de cinco millones de barriles de crudo. Como allí, aquí también se suprimieron las vías férreas de movilidad colectiva urbanas en las capitales provinciales, e interurbana en Tenerife, para dar paso al transporte individual.

No hay parangón posible en nuestro entorno geográfico para semejante cuadro, como es obvio, por cuanto el archipiélago, con dos millones cien mil habitantes en la actualidad, bebe gasolina en mayores cantidades que países enteros del oeste africano con varias veces nuestra población. También esta anomalía se extiende al conjunto de nuestro marco político en la Europa occidental. Somos uno de los territorios de la Unión que dedica más combustible al transporte, algo que hemos llegado a considerar "natural" en una economía especializada en desplazar turistas.

Esta hipertrofia motorizada ha generado una enorme capacidad de crear distancias y generar vanas ilusiones de individual conquista de nuestro rincón exquisito, quizás añoranza del rural silencio, y una percepción algo desbaratada del territorio: Siendo una Comunidad extremadamente densa en población ? se suele citar la "isla-ciudad" para explicar nuestro modelo urbanístico -, pareciera que cada uno tiene derecho a moverse a su antojo, sin más limite que las revoluciones de cada coche, y hemos reproducido el torcido modelo usamericano de movilidad en unos peñascos que tienen nueve veces más densidad de población que el país del Norte, o que Venezuela, por citar una referencia más cercana.

El fruto de esa truncada pretensión ha sido el llamado urbanismo disperso y la adoración al coche, modus vivendi en el que cada uno, con la ayuda del reelegible edil que mira hacia el otro lado, y la complacencia vecinal que ayuda a legitimar esos modos y maneras, ha creado una suerte de sálvese quien pueda territorial, con la garantía de que las servidumbres a salvaguardar eran siempre las propias frente a las comunes, y que no cabía mayor espaldarazo para un pueblo que la alegría de sabernos atados a una parcela que es mía y sólo mía, en un ejercicio de tolerancia desurbanizadora de libérrima factura.

No es de extrañar esta apetencia por la propiedad en una sociedad que se solía codear con la miseria y las remesas de los emigrantes, y que ahora se balancea frágilmente, tras expansiones insólitas, en estos tiempos donde descubre la liviandad de su modelo de desarrollo; pero ese fruto particular de conciencia pionera del terruño, mezcolanza de miserias pasadas con retazos de sofisticado individuo tecnológico anclado al proyecto individual de propietario de algunos metros cuadrados, tiene poco futuro en los tiempos venideros.

Proyectar infraestructuras de transporte público en una tierra rodeada de cientos de miles de vehículos privados, con el territorio bien cosido por nuestra presencia dispersa, donde el coche ocupa más que los colegios, los hospitales y las fincas en producción, y que tiene por criterio de satisfacción el encontrar aparcamiento en el menor tiempo posible, es un acto de gallardía. Más aún si se quiere hacer con poco impacto sobre zonas rurales ? como tendría que ser ?, y limitar el crecimiento inercial de las fagocitadotas máquinas de asfaltar nuevo suelo, como la de parcelar todo lo que se mueva.

En Gran Canaria y Tenerife hacen falta trenes, aunque tengamos que hacer un inevitable sacrificio territorial para ello, como tranvías en Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife ? La Laguna, y una extensa red de carriles de guagua y taxi que reduzca la cantidad de coches que existen (ningún modo de transporte público sobra en este paraíso de la motorización individual), sobre todo para intentar comenzar de nuevo, reorientar el dispendio actual, y adaptarnos a la segunda era del petróleo.

Que sean construidos los trenes cercanos a las autovías principales parece un requisito sine qua non para evitar seguir andándonos por las ramas en el debate entre coche y movilidad pública. Que los trazados tienen inevitable coste sobre zonas privadas, también es lógico en nuestra colmatada piel insular. Que el interés general ciudadano debe primar sobre el particular, para intentar reducir nuestra suicida dependencia del coche, es otra razón de peso para intentar mejorar nuestras perspectivas de futuro en un proyecto tan comprometido como el de intentar convivir bajo el mismo techo millones de personas que necesitaran moverse de forma cada vez más colectiva, provocando una transición que, como es comprensible, se la juega con nuestro modo de pensar y hacer las cosas hasta ahora.

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