Sindicatos, claro que sí

Carta firmada por una treintena de profesionales Con motivo de la próxima huelga general, desde algunas instancias sociales se cuestiona hoy la necesidad de los sindicatos. Para responder a tal cuestionamiento, creemos que valdría la pena extender la reflexión hacia el marco ...

27 de septiembre de 2010 (14:29 CET)
Carta firmada por una treintena de profesionales
Con motivo de la próxima huelga general, desde algunas instancias sociales se cuestiona hoy la necesidad de los sindicatos. Para responder a tal cuestionamiento, creemos que valdría la pena extender la reflexión hacia el marco ...

Con motivo de la próxima huelga general, desde algunas instancias sociales se cuestiona hoy la necesidad de los sindicatos. Para responder a tal cuestionamiento, creemos que valdría la pena extender la reflexión hacia el marco en el que se encuadra la actividad sindical en nuestro país, esto es: ¿para qué sirven los derechos fundamentales?

Esto es así porque los derechos a la afiliación sindical y a la huelga vienen reconocidos en la Constitución (artículo 28) como dos de los derechos fundamentales de los que disfrutan los españoles. Derechos que son de idéntica relevancia a los de educación, enseñanza, reunión, información o libertad de expresión. Este cuadro de derechos que tiene su origen, no lo olvidemos, en la tradición liberal, pretende defender a los individuos de los abusos de los poderes públicos y también de los abusos que pudieran producirse por el mecanismo democrático de la apelación a la mayoría. Efectivamente, gracias a los derechos fundamentales es imposible negar a alguien la libertad de expresión aun en el hipotético caso de que la mayoría de los ciudadanos así lo desearan. Por eso, los derechos fundamentales gozan de una privilegiada protección en el ordenamiento jurídico.

En el mismo marco se encuadra el derecho de asociación, un derecho que los patronos ejercen a través de federaciones empresariales o que colectivos de profesionales canalizan a través de la colegiación. En ambos casos, como el de los sindicatos, los alumbra el deseo de proteger sus derechos individuales de forma colectiva frente a los abusos que pudieran producirse desde las instancias de poder.

Es decir, gracias a la actuación conjunta, los individuos podemos resistirnos mejor a las presiones que no consideramos justas. En este contexto, la actividad sindical sirve para evitar que la parte empresarial, por definición más poderosa que la asalariada, acabe imponiendo sus condiciones; igual que pueden hacer las organizaciones empresariales frente al poder político. Sin los derechos fundamentales a la filiación sindical y a la huelga, por medio de los cuales los trabajadores pueden aunar sus fuerzas, no podríamos impedir que el trabajo se acabara convirtiendo en una forma de esclavitud. Pero, además, los sindicatos contribuyen a vertebrar la sociedad, haciendo suyas, por ejemplo, las demandas ciudadanas de unos mejores y más eficientes servicios públicos.

Pero la Constitución reconoce más derechos que los fundamentales. Por ejemplo, el derecho al trabajo y a una vivienda digna. Lamentablemente, estos derechos no tienen el mismo grado de protección que los anteriores. Por tanto, nada obliga a los poderes públicos a garantizar un trabajo y una vivienda a cada ciudadano. Si no existiera una instancia que les presionara, tal vez los representantes públicos podrían desentenderse por completo de estas necesidades básicas. Es fácil deducir que los sindicatos representan, en este ámbito, un papel de contrapeso en el sistema socioeconómico español. Todos hemos aceptado la existencia de poderes contrapuestos y unas reglas del juego según las cuales unos poderes se contrapesan con otros para alcanzar, hipotéticamente, el equilibrio de todas las fuerzas.

Puede debatirse, faltaría más, si los sindicatos han estado en todo momento a la altura de las circunstancias. El derecho a la crítica no solo es otro de los derechos fundamentales, sino que, además, es uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia. Solo a través de un vigoroso y desinhibido debate público entre los ciudadanos podemos lograr que las cosas funcionen cada vez mejor. Los sindicatos, como cualquier otra institución democrática, están sometidos a la crítica de su gestión, y los que firmamos este documento esperamos y exigimos que los sindicatos tomen buena nota de las críticas que han venido recibiendo en los últimos tiempos. Los ciudadanos merecen ser escuchados, atendidos y tenidos en cuenta.

No obstante, nos reafirmamos en la defensa de los derechos fundamentales, y, en consecuencia, de los derechos a la libertad sindical y a la huelga. Pero el ejercicio de tales derechos exige que sean asumidos por cada uno de los individuos que han de ejercerlos. Como afirma el jurista Luigi Ferrajoli: «Los derechos fundamentales son derechos indisponibles, inalienables, inviolables, intransigibles, personalísimos». Nadie puede ser obligado a militar en un sindicato ni a apoyar una huelga. Pero tampoco nadie puede ser obligado a no militar o no apoyarla. No es democrático, a tenor de la Constitución que nos une a todos, apelar a los intereses económicos generales para pedir a los individuos que renuncien a sus derechos fundamentales. Los derechos se ejercen en el ámbito de la conciencia, y el activarlos o no debería tan solo depender de la respuesta a las preguntas "¿En qué mundo quiero vivir? ¿Qué debo hacer ahora para mejorarlo?"

Tal vez, algún día, se haga realidad aquel mandato que recoge el artículo 128 de la Constitución Española que dice: «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». Ojalá un día todos los españoles alcancemos un acuerdo en que interés general significa que lo que es bueno para todos no debe ser perjudicial para ninguno. Hasta entonces, los sindicatos, con todas sus imperfecciones y motivos de crítica, siguen siendo un buen instrumento que la Constitución pone a nuestra disposición para llegar a ese objetivo. A disposición de nosotros: las personas.

Firmado:

Sergio A. Alonso Santana, docente;

Nisa Arce González, correctora de estilo y ortotipográfica;

José Manuel Brito López, compositor;

Julio Cuenca Sanabria, arqueólogo;

Javier Darriba Santana, periodista;

Antonio Expósito Orta, docente;

Cristina González Oliva, periodista;

Anna Maria Guasch, catedrática de Historia del Arte;

Diego F. Hernández Sosa, periodista

Ángeles Jurado Quintana, escritora;

Luis León Barreto, escritor;

Pedro S. Limiñana, filósofo;

Abdel Massih Chamali, agente de Seguros;

Esther Mederos, periodista;

Sergio Miró Dévora, músico y periodista;

Javier Moreno Barreto, periodista;

Tony R. Murphy, consultor cultural;

Laura Ravelo García, psicóloga;

Diego Richardson Nishikuni, diseñador;

Raquel Rodríguez Rodríguez, auxiliar de tráfico aéreo;

Nuria Roldan Arrazola, antropóloga;

Luisa del Rosario González, periodista;

Lolymar Sánchez Déniz, funcionaria;

Mariano de Santa Ana Pulido, periodista;

Ubaldo Suárez Acosta, funcionario;

José Juan Suárez Cabello, docente;

Carmelo Suárez Santana, conductor;

Luis Miguel Vélez Martel, operador de sistemas;

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