El comercio marítimo internacional afronta ya lo que parece ser su crisis más importante desde los añostreinta, cuando una oleada de proteccionismo sirvió como respuesta y consecuencia al crack ...
El comercio marítimo internacional afronta ya lo que parece ser su crisis más importante desde los años
treinta, cuando una oleada de proteccionismo sirvió como respuesta y consecuencia al crack bursátil
neoyorquino. Hoy, en la increíble globalización, con la caída de la demanda y la certeza de que los valores
monetarios dados a las transacciones se desvanecen al ritmo de los batacazos bursátiles, se ha convertido el
gran supermercado global en un sitio donde la desconfianza se despacha a gusto. Precisamente, mal se
desenvuelve ahí la gran máquina engrasada del comercio mundial que es el transporte marítimo, pendiente
de la fluidez en los contratos, la fe en la veracidad de los conocimientos de embarque y, sobre todo, de que
el destinatario de las mercancías y materias primas encuentre consumidores con capacidad de compra, con
liquidez que no haya quedado liquidada.
La tasa de crecimiento del transporte marítimo había aumentado de forma exponencial, especialmente en el
eje asiático-noroccidental, aunque también en otras latitudes. En justa correspondencia con este ritmo,
comenzó una carrera de esloras, hacia el gigantismo de los buques, y se prodigaron los "hubs" y otras
megaestructuras de intercambio y trasiego de materias primas del Sur y productos elaborados a bajo coste
en el arco del Lejano Oriente, hacia las redes transeuropeas y el coloso yanqui.
Una más de las burbujas que se han formado en estos años de fundamentalismo financiero ha sido la de las
compañías marítimas, a partir de flotas de creciente porte que es preciso amortizar, y que son los grandes
embajadores de la internacionalización de la economía. También tiene carácter burbujeante la codiciosa
creación de "nodos de transbordo" marítimo a lo largo de las rutas marítimas, con la pretensión de acaparar
tránsitos y algún tipo de economía de escala que recalara dinamizando el dependiente desarrollo local.
Sin embargo, los pronósticos están fallando, y la mayoría de los dirigentes portuarios y de navieras
reconocen expectativas claras de decrecimiento en los atraques, a la par que muchas explanadas y diques de
la geografía industrial se convierten en improvisados almacenes de coches que no se pueden vender, u otras
mercancías que no encuentran pagador. Muchos, conocedores de que se juegan los cuartos, anulan
apresuradamente planes de expansión. Otros, probablemente porque no valoran en justa medida el no jugar
con dinero propio, ni con esas.
Algunos se preguntan si, tras este desvanecimiento macroeconómico, que, sin embargo, se acerca, por
muchos motivos, a lo que asoma ya como la tercera gran depresión, la recuperación del tráfico mundial
precisará de las infraestructuras que se planifican hoy. Pero quizás es sensato - porque, ¿dónde quedó la
prudencia? - pensar en límites absolutos a la globalización, una vez que conocemos que el motor de su
expansión ? el petróleo ? tiene pocas perspectivas de seguir creciendo en volúmenes de producción, al no
descubrirse, ni de lejos, las reservas para reemplazar a las que, por puro envejecimiento, están agotándose.
Ya no es que sea el crudo el combustible de todo el transporte marítimo, sino que es también el pilar
esencial de la dinámica de crecimiento crediticio que precisa aquél. Tiempos, desde luego, muy diferentes.
Los polinesios, describen los antropólogos, construían artesanales pistas de aterrizaje y torres de control,
con la vana esperanza de que cayeran milagrosamente a sus pies las mercancías que alguna vez vieron
traían los primeros colonizadores occidentales. Hoy, nos aprestamos a seguir con la inercia que ha marcado
las anteriores décadas, pese a que la Historia ya está tornando de su techo de multiplicación, y se insiste en
construir y ampliar puertos porque, como los polinesios, padecemos el llamado síndrome del culto cargo.
Con las esquirlas del pasado pugnamos por abrirnos paso en un futuro de muy diferente porte.
Desmembramos la costa, a costa de más infraestructura (que hay que mantener) y derroche de nuestro
escuálido acceso al dinero, para albergar diques sin barcos: de "hub" a "bluf", como ha ocurrido ya en la
grancanaria Arinaga o como ocurriría en la tinerfeña Granadilla, de no mediar el reconocimiento y quizás la
humildad de que los retos nuevos no se solventan con recetas redundantes.
Nada nuevo, por supuesto, que
se insista, con pólvora ajena, y se quiera endilgar a las próximas generaciones el desvarío desconcertante
del que pese a tener nublada la vista alega que el camino siempre fue aquél que vino haciendo, aunque las
señales den saciado indicio de lo contrario. Amarga herencia de deudas abrir más brechas a nuestra
maltrecha tierra.