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Y si quiero preguntar por el hombre¿guardarán los mares agonía bastante para responder?Carlos PintoAl director de la película Tsotsi,1 Gavin Hood, los secuestros de coches a punta de pistola le ...

19 de septiembre de 2006 (02:41 CET)

Y si quiero preguntar por el hombre

¿guardarán los mares agonía bastante para responder?

Carlos Pinto

Al director de la película Tsotsi,1 Gavin Hood, los secuestros de coches a punta de pistola le sugerían un punto de encuentro especialmente dramático entre dos sociedades: blancos y negros, ricos y pobres,... En la disputa violenta por la posesión del automóvil, delito al parecer frecuente en Sudáfrica, se daba un choque de individuos, clases y hasta civilizaciones a partir del cual Hood construye una historia sobre la culpa, el arrepentimiento y el perdón: un relato que nos reconcilia con la vieja aspiración a resolver los conflictos sin dejar que nuestro empeño sea derrotado por la segura inevitabilidad e inconmensurabilidad de los

mismos. En su historia, son un delincuente que vive en los famosos shanty towns de Soweto y una mujer de color de buena posición quienes chocan con consecuencias imprevisibles.

Desde luego, el punto de encuentro, junto con la idea de que nos unamos para compartir, intercambiar,... arrastra cierta connotación de caos, ruptura del orden, desmesura. Sin duda, puede también convertirse en espacio conflictivo, donde la condición humana, enfrentada a desafíos fuera de lo común, se pruebe a sí misma. Así, los puntos de encuentro más concurridos este verano, las costas de Canarias, dan buen ejemplo de este lado menos idílico que aquí trato de reflejar. Más allá de nuestra vocación de paraíso todo incluido, la "Naturaleza cálida"2 topa de lleno con el infierno natural y cotidiano que se encuentra a cien millas de nuestro país. Se acabó la fiesta. Son, en este teatro del mundo, farsa y drama, las máscaras clásicas griegas que, desde la pequeña pantalla, nos interrogan.

Para quienes esas costas representan el ideal vacacional al uso, la escena no deja de ser paradójica, una vez que se despeja su evidente dramatismo. Centenares de personas famélicas, sedientas, con hipotermia, cuando no desmayadas o incluso muertas, siendo ayudadas cada día a llegar al paraíso del ocio y el disfrute: pensado exclusivamente para jubilados nórdicos, familias europeas, jóvenes pandillas anglosajonas, etc. -de clase media, alta a ser posible- pero nunca para los más desesperados miembros de la juventud africana en su búsqueda de paraísos más modestos y acaso más dignos. Para quienes esas costas representan además la patria de la niñez, reconocer esas rocas y arenas como la primera línea de esta batalla por la vida supone una tristeza descarnada que sólo la indignación moral ante la injusticia en nuestro mundo puede superar. ¿Cómo no reconocer en todos esos rostros los mismos anhelos que en los rostros de nuestros paisanos de La Elvira3? ¿Quiénes no hemos reído las ocurrencias de Pepe Monagas4 y sus compañeros de desventuras en su "Viaje a Venezuela" sin percatarnos de la terrible miseria que allí se retrataba? No hay folleto turístico que aguante este torrente de imágenes, sensaciones,... sin que se le venga a uno el mundo abajo, más abajo quiero decir.

Hasta hace no mucho el asunto de las pateras y cayucos no dejaba de ser algo estacional, esporádico, que afectaba principalmente a Fuerteventura y Lanzarote, un problema de unas dimensiones más o menos digeribles para nuestro archipiélago. No porque se pudiera resolver, que seguramente no se puede hacer otra cosa más que asegurar la dignidad de las personas y tratar de poner cierto orden en todo esto, frente al brindis al sol de "puertas abiertas, que aquí cabe todo el mundo" que algunos bien intencionados irresponsables lanzan. Digerible porque no nos daba de bruces con la realidad ni comportaba más que una sana preocupación y algún que otro titular. Frente a otros problemas como el paro o el deterioro medioambiental, la inmigración parecía siempre un asunto de tercer orden para el gran público. Nos podíamos permitir el lujo de amontonarlo junto con el resto de problemas, más familiares y cotidianos, más de "país desarrollado", también. La crisis actual -imposible denominarla de otra manera- ha puesto ante la mirada del ciudadano medio, inexcusablemente, lo que antes no era sino el lamento de las personas más estrechamente

vinculadas a las organizaciones de solidaridad y apoyo a los inmigrantes.

Resulta amargo aprender lecciones de una manera tan dura y cruel. Más amargo resulta no aprenderlas nunca. Afortunadamente, nadie podrá decir que la sociedad canaria, mirando hacia otro lado, no ha sabido ser hija de su historia. Sin traer a la mente ahora el hecho cierto de que en otras épocas representamos nosotros el papel de pobre extrañado, corríamos el riesgo de perder la oportunidad de subvertir, ahora en positivo, los roles de este punto de encuentro en el que, sin querer, nos hemos encontrado. Era demasiado fácil rendirnos a la evidencia de que el problema es irresoluble, que probablemente lo sea, y que de nada sirve que los miserables, parafraseando a Dylan, toquen a las puertas del cielo.

Siglos de olvido de nuestros vecinos africanos, a quienes sistemáticamente hemos dado la espalda (recuerden: "los pies en África, el corazón en América y la cabeza en Europa") se ven corregidos ahora por las múltiples escenas de solidaridad y acogida a las que diariamente asistimos. No cabe ese tremendo orgullo a gobierno alguno: han sido los propios ciudadanos quienes se han lanzado a ayudar, sin campaña de concienciación pública, sin más medios que los propios hasta que llegaran los oficiales, desbordados, y con una dignidad sin doblez. Nos hemos familiarizado con esas imágenes en que los bañistas canarios y foráneos asisten con sus botellas de agua, toallas, cualquier cosa, a los recién llegados. Las escasas voces del racismo y la xenofobia quedan anegadas por un mar de apoyo y comprensión no exento de una exigencia política y moral de que las

autoridades canarias, españolas y europeas pongan medidas para atajar la situación. Más medidas.Los canarios, conscientes de la incapacidad de resolver por nosotros mismos el problema, nos desvivimos por intentarlo.

Si los ingleses tuvieron su finest hour resistiendo completamente solos

durante un año al asedio del fascismo "en cada playa y en cada

acantilado", los canarios estamos teniendo ahora en cada playa y en cada acantilado nuestro momento de mayor orgullo, el que mucha gente ni siquiera una sola vez en su vida vive, demostrando que los puntos de

encuentro pueden también sacar lo mejor del ser humano.

José Miguel Martín

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