Las cifras del paro han pasado de preocupar a asustar. Quien más quien menos, es fácil que en estos tiempos sienta un ligero temblor de piernas al ver cómo el número de desempleados va creciendo a su alrededor. Sólo en el ...
Las cifras del paro han pasado de preocupar a asustar. Quien más quien menos, es fácil que en estos tiempos sienta un ligero temblor de piernas al ver cómo el número de desempleados va creciendo a su alrededor. Sólo en el último mes, se apuntaron al INEM otras 842 personas en la isla. Y en el último año, el número de parados ha crecido la friolera de un 51 por ciento.
Y en medio de esta crisis galopante, Lanzarote está teniendo que afrontar ahora la resaca de excesos pasados. De los tiempos boyantes en los que el dinero era más fácil y las construcciones afloraban en cada rincón, como si ni siquiera las leyes pudieran frenar esa "edad de oro" del cemento. Sin embargo, aunque tarde, la Justicia ha hablado.
Y ha dicho que muchas de las licencias que se concedieron eran ilegales, e incluso que algunos promotores se lanzaron a construir sin siquiera tener los permisos.
Los dos temas, la legalidad urbanística y el paro, poco deberían tener que ver entre sí, pero lo cierto es que han venido a mezclarse por su coincidencia en el tiempo. Y mientras para los trabajadores afectados por la ilegalidad del hotel o el restaurante para el que trabajan esto supone un grave problema, para los empresarios se ha convertido en una oportunidad. La de utilizar a sus empleados como escudos humanos, para intentar mantener sus negocios en pie.
De repente, muchos empresarios han empezado a profesar un amor incondicional a sus trabajadores, y pierden el sueño y hasta el apetito pensando qué será de ellos si se ven obligados a cerrar y deben echarles a la calle. Su principal preocupación no es la inversión perdida ni el tener que clausurar su negocio, sino esas familias que perderán su fuente de ingresos.
De esto han dado ejemplo sin duda esta semana el propietario del café-restaurante "La Ola", que convocó a los medios rodeado por unos 40 empleados para pedir que no le precintaran el local, y también la dirección del hotel Princesa Yaiza, que está recabando firmas entre sus trabajadores para que sean ellos quienes reclamen la legalización del establecimiento.
Sin duda, es legítimo y compresible que una persona intente luchar con uñas y dientes por su puesto de trabajo. Es razonable la preocupación de unas familias que, en plena crisis, tendrían complicado encontrar un nuevo empleo. Pero lo que no es de recibo es que los empresarios les usen como rehenes de una situación que han creado ellos mismos.
Efectivamente, los empleados son víctimas. Les contrataron e incluso quizá dejaron un trabajo anterior, pensando probablemente que entraban en una empresa segura, y ahora se han encontrado con que no cumple la legislación vigente, por motivos diversos según el caso. Pero si tan preocupados están sus empleadores por su futuro, bien podrían buscarles otra salida. Podrían recolocarles en alguno de los otros establecimientos que en ambos casos tienen en otros puntos de la isla, y hasta ayudarles ante las dificultades económicas que puedan llegar.
Y es que que un empresario pida que se haga la vista gorda ante la ilegalidad para proteger a sus trabajadores, sería lo mismo que pedirle a él que repartiera entre sus empleados todo el dinero que ha ganado durante el tiempo en el que el establecimiento estuvo abierto sin deber estarlo, porque era ilegal. Así, también se resolvía el problema.