Tienen un magnetismo especial. Ninguna noticia genera la expectación y el interés que despiertan los sucesos. Pueden emocionar y hasta provocar lágrimas. Pueden acercar al lector o al espectador al drama de los protagonistas. ...
Tienen un magnetismo especial. Ninguna noticia genera la expectación y el interés que despiertan los sucesos. Pueden emocionar y hasta provocar lágrimas. Pueden acercar al lector o al espectador al drama de los protagonistas. Pero también, demasiado a menudo, sacan lo peor de la sociedad.
Un ejemplo de ello, quizá en una escala más "leve", se produjo esta semana en Arrecife. La desgraciada muerte de un hombre, que falleció tras desplomarse el techo de su vivienda por una explosión de gas, pronto desató una oleada de rumores. Los propios vecinos comenzaron a propagar hipótesis y versiones sobre la posibilidad de que la víctima tuviera explosivos en su casa, vinculando esto al suceso. Y el hecho de que las fuerzas de seguridad encontraran documentación de antiguas organizaciones independentistas canarias sirvió para echar más leña al fuego de las conjeturas y las especulaciones.
La noticia de que un vecino de Arrecife, de 64 años y trabajador del Ayuntamiento, había perdido la vida, pasaba a un segundo plano. En las calles, en los bares y en las esquinas, el comentario principal giraba sobre explosivos y sospechosos panfletos. La tragedia se convirtió pronto en secundaria y el fallecido, un hombre que tuvo la desgracia de perder la vida por culpa de una bombona de gas, estaba en boca de todos y hasta para algunos, porque los rumores son así, y van creciendo y deformándose aún más, llegó a ser casi un terrorista. Y todo por guardar viejos recortes y pegatinas en su casa.
Si los conservaba por convicción o por simple recuerdo histórico es lo de menos. Lo importante es que, una vez más, se perdió de vista a la persona y el drama que implicaba este suceso, y se desató el huracán de morbo y la desinformación a pie de calle.
Es sólo una muestra, y desde luego no la más grave, de cómo la sociedad puede reaccionar ante la desgracia ajena. Sin duda, mucho más espeluznante resulta pensar en ese hombre que cometió la mezquindad de descolgar el teléfono para pedir un rescate por el pequeño Yéremi, el niño de siete años que desapareció de su casa hace dos semanas. Lejos de unirse a la conmoción y dolor que esta tragedia ha causado en Canarias y en toda España, un individuo sin escrúpulos ni conciencia vio un negocio y una manera de sacar provecho de este sufrimiento. Y lo hizo inventándose que él había secuestrado al niño, pidiendo un rescate y aumentando aún más si cabe el dolor de una familia que vive con la angustia de la incertidumbre.
El desalmado pronto fue localizado y detenido, pero lo peor del caso es que al día siguiente ya estaba en libertad bajo fianza. Y es que los sucesos, para desgracia de la sociedad, también muestran la peor cara de la Justicia y de las leyes. Son el reflejo de
la desprotección ante los delincuentes, porque una persona capaz de hacer eso puede ser capaz de cualquier cosa, y no debería pisar la calle en mucho tiempo.
Y también de esto hay más ejemplos. Esta semana la Audiencia Provincial y el Tribunal Superior de Justicia de Canarias emitían varias sentencias vinculadas a delitos que deberían ser considerados de extrema gravedad, y que tuvieron lugar en Lanzarote.
Violaciones, un intento de asesinato que si no hubiera sido por una rápida atención médica le hubiera costado la vida a una mujer que recibió varias puñaladas.
Todas las sentencias terminaron en condena, pero ninguna superaba los ocho años de cárcel. La mayoría eran sólo siete. Y de ese tiempo estipulado de prisión, los condenados no llegan a cumplir ni la mitad, porque el régimen penitenciario contempla múltiples beneficios y medidas de gracia que ellos no tuvieron con sus víctimas.
Es lo que vale a día de hoy la vida y la dignidad de las personas, pero no debería serlo. Un ser humano vale mucho más que eso, y la sociedad no debería acostumbrarse a que no sea así. No debería consentir que las leyes y la Justicia menosprecien la vida, ni caer también en la red magnética de los sucesos en la que el morbo atrapa y muestra con toda su crudeza las miserias de cada uno.