Durante estos días de locura, y con el fin de
alimentar la admirable estupefacción infantil, el
Consejo Escolar ha organizado en el colegio, como de
costumbre, una espectacular entrega general de cartas
a Sus Majestades los Reyes Magos: una caja de cartón
forrada con cartulinas fosforescentes ha hecho las
veces de buzón y, disfrazado de cartero de enlace, con
su turbante reglamentario y todos los oropeles
posibles, habidos y por haber, Andrés, uno de los
conserjes, ha tenido tiempo de meditar en silencio
sobre sus infortunios personales mientras repartía
juguetitos de plástico entre la chiquillada y mantenía
la forzada mueca sonriente bajo las barbas postizas;
como broche de la ceremonia, y acallados finalmente
los desaforados cánticos, se ha brindado el micrófono
de megafonía al alumnado de los cursos superiores para
que leyeran sus estereotipados y desangelados deseos
de paz y solidaridad. Enternecedor.
Pero el Consejo Escolar, órgano responsable de la
gestión de un Centro de Enseñanza, no sólo se ocupa de
bagatelas tan fútiles y vistosas como ésa. Ni mucho
menos. El Consejo Escolar decide (y en ocasiones se
niega a hacerlo) acerca de muchas y, si cabe, más
fundamentales cuestiones. Sin ir más lejos, por
declarado miedo a un previsible enfrentamiento con las
familias, éste mismo entrañable Consejo Escolar de
fanfarria notoria, como todos los demás, ha declinado
expresamente solicitar protección fiscal alguna para
aquellos menores, con nombres y apellidos, que tiene
en su propia escuela como alumnos y alumnas y que, por
su procedencia cultural o geográfica, están en
documentada situación de fatal riesgo de ser mutilados
en sus genitales. Triste y sangrienta Navidad. Habrá
criatura que vuelva al colegio irreparable,
innecesaria y secretamente herida después de estas
vacaciones, mientras los gerentes de todo el cotarro
siguen silbando y mirando por la ventana, intentando
imaginar sutiles copos de nieve.
José Francisco Sánchez Beltrán