El Cabrero, un cuento para todos

Si retrocedo en el tiempo todo lo que la memoria me permite, una de las imágenes que con mas persistencia aparecen en el calidoscopio de los recuerdos, aun en blanco y negro en aquella época tan pretérita - los recuerdos en color ...

15 de noviembre de 2005 (17:49 CET)

Si retrocedo en el tiempo todo lo que la memoria me permite, una de las imágenes que con mas persistencia aparecen en el calidoscopio de los recuerdos, aun en blanco y negro en aquella época tan pretérita - los recuerdos en color vendrían después - es la de una oscura, y a veces fría, sala de proyección cinematográfica, de las dos que entonces disponía La Laguna de mediados de los años 40. Después vendrían dos más. Era en esos lugares donde la fabrica mental de sueños de cada espectador daba rienda suelta a las múltiples fantasías que nos sugiriese la película del momento: cine, negro, de guerra, del lejano oeste, históricas, de intriga, musicales, de época, melodramas o del genero rosa - estos dos últimos tipos eran casi los de mayor popularidad y aceptación.

Eran los tiempos de la emigración clandestina a Venezuela, tenido aquel mítico y lejano país, allende el océano, por una nueva y fascinante tierra de promisión porquienes no dudaban en enfrentarse a una incierta, y a veces fatal, travesía en pequeños veleros de mala muerte, con tal de huir de la pobreza agobiante del agro isleño. Apenas existían medios de diversión con que apurar las horas de una jornada dedicada, en la mayoría de los casos, a un trabajo sin motivación y con menguado estipendio. En aquellos días ya lejanos en el tiempo, y muy desdibujados en la memoria, la pantalla de cualquiera de los pocos cines de entonces era una especie de puerta mágica que nos conducía a lugares de ensueño, amor o aventura, viéndonos así libres, por el módico precio de 50 céntimos o una peseta, y durante casi dos horas, de la infinita grisalla de la España de entonces, con su racionamiento, sus carencias de casi todo, sus secuelas de la guerra incivil y con el obligatorio saludo del brazo estirado al modo de una caña de pescar, remedando lo que el régimen denominaba pomposamente «el saludo imperial». Mucha bambolla y poco con que llenar la andorga ¿solución? dos horas de mesmerización colectiva al son de lo que dictase el Jólibu de los siempre denostados e imitados yanquis y sus fabricas de magia en celuloide.

Para los chiquillos de entonces no existían ni la televisión, ni las «playstation», ni toda la suerte de parafernalia electrónico-informática o telefonía celular que actualmente es el pan de cada día en lo que a diversiones y atrezzo infantiles y juveniles toca. Los barrancos, los caminos y las colinas, incluso los bosques,que rodean las ciudades y pueblos de la isla, entonces casi en estado virgen y hoy anegados por el desarrollo urbanístico, y de los que solo quedan vagos retazos en los rincones de la memoria personal o en antiguas fotos de un desvaído color sepia, eran para la chiquillería de entonces los lugares predilectos de su expansión, los mundos por conquistar y los campos de incruentas batallas contra feroces tribus indias, o bajeles piratas u otrosmil fantásticos enemigos, papel este que siempre recaía en el grupo perdedor en el sorteo de papeles; los «malos» de la película. Siempre estaba la grey infantil dispuesta a suplir con torrentes de imaginación, mucha energía y no poca alegría, las insuperables carencias materialesde aquellos años grises, felizmente periclitados.

Ese es, precisamente, el escenario en el que Antonio Guerra León, reincidente en las lides de emborronar cuartilla tras cuartilla hasta darles forma de cuento o novela,sitúa la trama de su segundo libro, «El Cabrero» - de ahí lo de reincidente - ya en los anaqueles de las librerías y a la disposición del lector curioso y tal vez nostálgico, que quiera volver, siquiera a través de la lectura, a sus tiempos de niño o niña, que aquí ya no vale el epiceno. En «El Cabrero»,un grupo de zangalotes o gandules, al decir de las gentes campesinas de entonces, distrae sus ratos de ocio. pero lo dejaré aquí, no es cuestión de anticipar lecturas.

Mezclando con rara habilidad lo real con la fantasía, el autor nos adentra en un mundo mágico y entrañable; oscuro de carencias y luminoso de amistades. Un mundo en el que un pequeño grupo de amigos se ve fascinado por la naturaleza que le rodea, incluyendo los fenómenos celestes, y descubre nuevos horizontes de saberes y experiencias por obra de la amistad y el cariño de un curtido cabrero al que un día tuvieron la suerte de conocer. Lo que comenzó como un desvarío de recuerdos y anécdotas en el magín de mi amigo Antonio es ya una gozosa realidad. Un cabrero y sus pequeños amigos, los protagonistas.

J. Lavín

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