"Cada uno tuvo que luchar donde le tocó, y se convirtió en una guerra entre hermanos"

Crónica de un soldado lanzaroteño en la Guerra Civil Española

Setenta años después, cada noche, los viajes en tren por la península, los dedos de los cadáveres aflorando en la sierra, la metralla rozando su cuerpo, las noches de vigilancia, y el temor a "los rojos", ...

22 de julio de 2006 (03:27 CET)
Crónica de un soldado lanzaroteño en la Guerra Civil Española
Crónica de un soldado lanzaroteño en la Guerra Civil Española

Setenta años después, cada noche, los viajes en tren por la península, los dedos de los cadáveres aflorando en la sierra, la metralla rozando su cuerpo, las noches de vigilancia, y el temor a "los rojos", vuelven a la memoria de Manuel Díaz. Este vecino de Teguise salió de Lanzarote en 1937 para luchar con el ejército nacional. "Cuando empezó la guerra unos se encontraban en unas provincias y otros en otras, y cada uno tuvo que luchar con lo que le tocó, y así pasó, que al final terminaron luchando hermanos contra hermanos". Desde la Isla, los reclutas lanzaroteños viajaron en barco hasta Las Palmas, y desde allí, a Ceuta, antes de cruzar el estrecho rumbo a Algeciras. Una vez en la Península, recorrieron la mitad sur hasta llegar a un pueblecito de Teruel. "Íbamos en tren por la noche, todos amontonados", recuerda Manuel.

Este viaje fue el comienzo de una odisea donde sobrevivir era el milagro de cada día. Un avance hacia el Norte de la Península, hasta llegar a orillas del Ebro, donde a partir del 25 de julio de 1938, y durante cuatro meses, se disputó una de las más cruentas batallas de la Guerra Civil Española, que sería crucial para la victoria del banco Nacional. "Donde más miedo pasé yo fue por esa parte del Ebro, eso fue horrible, fue muy duro", explica Manuel. Miedo que, sin quererlo, resulta inherente a todas las guerras. "Por la noche nos ponían de "escucha", vigilando para que no vinieran "los rojos", como ellos decían, y un día estaba a la salida de un túnel, y había una ladera; yo pensaba: "si los "rojos" suben por la ladera, aquí me quedo", recuerda el ex combatiente.

Manuel tuvo suerte. Pero muchos de sus compañeros y enemigos quedaron por el camino. "Murió mucha gente de Las Palmas; de aquí, de Lanzarote, murieron siete de La Vegueta; y de Teguise, solamente uno". Los ojos de Manuel se tiñen de tristeza. "¿Sabes lo que pienso yo? Que por esas sierras todavía quedan cuerpos", asegura. "Me acuerdo cuando había algún muerto, que le echábamos un poquito de tierra por encima, y se les salían los dedos de la tierra. Murió mucha gente en la guerra", repite, y su mirada vuelve al infinito.

La Guerra Civil trajo consigo destrucción, muerte, torturas, y también desarraigo. Muchas familias desconocían el paradero de "sus hombres". Gran parte de los soldados partieron de casa siendo apenas unos críos y volvieron con tres años más. Tres años que les hicieron envejecer más de lo debido. Manuel tenía 22 años cuando salió de Lanzarote, y dar señales de vida a su familia no era fácil: "Yo les escribía, pero como siempre estábamos andando, muchas cartas no llegaban". Tampoco las noticias. Franco era como un fantasma para estos batallones cuyas hazañas resultaba difícil integrar en el devenir de una guerra que no conocían. "Sí, dicen que Franco luchó, pero yo nunca llegué a verle", afirma Manuel. Este veterano de guerra tampoco recuerda conocer la caída de Madrid, ni siquiera el anuncio del final de la Guerra. "No se oían ya casi tiros, ni a la aviación, y se decía que la guerra estaba al terminar, y nosotros más contentos... Íbamos avanzando y ya no nos encontrábamos a nadie". El fin de la Guerra Civil supuso también la vuelta de miles de personas en busca de su hogar. "Yo recuerdo que venía la gente en grupos, andando por la carretera, buscando los pueblos, que estaban todos derruidos", prosigue Manuel.

Y es que si por algo se caracterizó la Guerra Civil fue por un nomadismo que afectó tanto a soldados como a la retaguardia. Miles de personas exiliadas y unas condiciones muy duras para los combatientes que se quedaron. Días de hambre, de sed y enfermedades. "Pasábamos mucho tiempo sin comer, a veces hasta dos días enteros. Después nos daban una lata de sardinas, "rancho frío", que llamaban, y el plato lo limpiábamos con un trocito de pan, porque no había agua por esos montes".

En 23 meses que Manuel Díaz luchó en la Península, tan sólo volvió a Lanzarote en una ocasión. "Me dieron permiso porque me habían disparado detrás de la oreja, mire, todavía tengo aquí la marca", nos muestra. "Y cuando tuve que volver otra vez a la guerra, no quería, porque ya sabía lo que era eso". El retorno le hizo recorrer a pie cientos de kilómetros en busca de su batallón, junto a otros compañeros canarios que también volvían de las islas. "¡Y lo encontré!", afirma orgulloso.

"Las historias de la guerra son para uno mismo". Manuel tiene dos nietos, pero no suele hablarles de esos días lejanos. Ahora vive tranquilo acompañado de su esposa, Rosario, en su casa de la Villa. "Mi mujer se ríe porque siempre digo que si me hubiera reenganchado al ejército después de la guerra, yo podría haber sido sargento, o comandante, o...(risas) Pero yo no quise, quería estar más tranquilo con mi gente, en mi pueblo". Manuel no llegó a general, cierto. Pero a sus 92 años logra trasmitir sabiduría con su mirada. Una mirada cuya retina retiene los momentos más trágicos de la historia reciente de España.

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