Estoy en la carretera que te llevaba a Haría, la que pasaba por Tahíche y que antes de llegar a Guatiza, se acercaba (y mucho) al Mojón.
Es 1979.
Muchas veces pienso que esa carretera ayudó, y mucho, a explicar el Lanzarote de los años 70. En sus curvas, el ingeniero que la imaginó puso especial celo para que las montañas Tahíche, Guenia y Tinamala (cerca de Guatiza), quedaran por un instante de frente.
Era como si supiera que esas montañas fueran un hermoso monumento a contemplar (que lo son).
Un trazado pausado, sinuoso, arrítmico, antes de que llegara toda la prisa.
La muerte de Juan me devuelve a ese paisaje.
Voy sentado en el asiento trasero de su Sunbeam 1250 del 73, subiendo por esa carretera, con los ojos pegados al cristal, absorbiendo todo ese espectáculo.
Conduce él.
Haría estaba lo suficientemente despoblada como para que tu mismo vecino sea, el maestro (en excedencia en ese momento), el padre de tu compañera de colegio (“Lourditas”), alcalde... y chófer.
El mismo que veraneaba en Órzola, y el que nos llevaba en su barco a La Graciosa. El mismo.
Conduce él, y yo solo soy el hijo de otro maestro, seguro que tengo unos seis años. Y que todo sucedió en menos de medio minuto.
En un gesto astuto y ágil, Juan deslumbró con las luces largas a un conejo que cruzaba la carretera... paró el coche, tocó la pita... y... listo.
No sé si en este 2025 con la sensibilidad animalista a flor de piel es un buen ejemplo.
Asumo el riesgo.
Para mí, esa escena arrastra consigo un Lanzarote genuino, escaso, lento, despoblado, superviviente, vital... pobre y digno.
Un Lanzarote que vive sin saber lo que vendrá después.
Antes de que el turismo lo ocupe todo.
Juan encabezó una corporación que tuvo que convivir con la construcción de la Iglesia de Máguez, el parque infantil de Haría, el Mirador del Río, la iglesia de Ye (de esto no termino de estar seguro, pues la de Ye me suena que costó meterla en camino).
La consolidación de los Centros Turísticos.
Y a la vez presidió una corporación que de alguna manera consiguió que el municipio escapara de la masificación turística, que plantó cara a una propuesta de hotel para el Caletón Blanco, a las extracciones de piedra en el Malpaís de la Corona, al primer crecimiento de Punta Mujeres...
Una etapa de energía y madrugones... que tuvo que ser agotadora...
Cuando lo tuve de profesor ya había dejado de ser alcalde.
Como maestro, recuerdo más que impartía inglés, recuerdo que su voz resonaba en el aula usando un idioma que los chicos decían que se lo inventaba... decían los chicos que era algo así como una especie de “Spanglish” (antes del “Spanglish”)...
A veces la lengua de los alumnos es atrevida, el alumno tiene la mala suerte de que solo conoce el curso completo al final de curso y es entonces cuando viene mejor escucharlo...
Dar clases es hablarle al futuro... y solo en el futuro te enteras si recoges el testigo.
El jueves (28 de agosto), después de enterarme, me dejé un rato para recordar a Juan como maestro, como persona.
Me asombró la cantidad de veces que de alguna manera volvimos a coincidir: los recados a mi madre, lo que me decía en una conversación fugaz... siempre en detalle, directo...
De sus clases me quedo con ese “Repeat please” que te puse en el título.
Una frase coloquial, una coletilla plana y blanda que le escuchábamos repetir sin descanso.
Ya te dije que algunos alumnos nos damos cuenta más tarde...
Yo necesité tiempo para ver todo el tesón que guardaba esa frase, que además de generosa, es una escucha, es un “vuelve a intentarlo”, es un “puedes hacerlo mejor”, es un “te estoy esperando”, es un “por favor”, es un “no te has caído”, es un “tenemos tiempo”...
Los japoneses tienen la sana costumbre de despedirse del viajero con un “por favor vuelve”, y nosotros, aun sabiendo que la vida va en sentido único, tendremos que hacerle un hueco a Juan...
Su labor como dinamizador, vertebrador, eje, palanca y motor deja una sombra más larga, deja la sensación de que Juan no se ha ido.
Gracias, Juan.
Alejandro José Perdomo Feo