Opinión

Nuevas veredas para un paisaje común

El paisaje no existe sin cultura. Es una construcción colectiva que depende de la mirada, de la  memoria y de los significados que una sociedad deposita sobre un territorio. No se trata solo de  volcanes y vientos alisios, sino de historia, climatología y desarrollo social condensados en una  misma escena. El territorio deviene paisaje cuando una comunidad lo nombra, lo trabaja, lo  celebra y lo protege. 

Si atendemos a la escala local y no a una abstracción global, a mediados del siglo XX nuestra isla  resignificó de raíz su geografía y su imaginario. Lanzarote es un ejemplo tremendo de cómo un  territorio puede transformarse culturalmente en paisaje. Hubo un cambio profundo, un antes y un  después en la percepción colectiva de esta tierra. 

Soy de esa generación millennial que creció entre Internet, móviles nokia y la música en CD y  MP3. Pero tuve la fortuna de hacerlo en una isla donde todavía eran visibles los oficios y los  ritmos de un mundo anterior. Quedaban manos curtidas y memorias ancladas: familias que se  dedicaron al cultivo de la cebolla, jornaleros que arrancaron vida de una tierra árida, marineros  que buscaron sustento en costas africanas y mujeres que entraron a trabajar en conserveras y  empaquetados, abriendo paso a una nueva emancipación. Para un lector joven puede sonar a  prehistoria, pero hasta hace muy poco convivían en Lanzarote dos tiempos: el de los saberes  comunitarios y el de una modernidad acelerada que, según soplara la política, a ratos corría sin  control y a ratos intentaba contenerse. 

Hubo un punto de inflexión de importancia capital: el agua. La desalación alteró definitivamente el  horizonte de posibilidades. El horizonte de posibles sucesos y posibilidades se multiplicó; nuestro  destino ya no era uno, sino cientos de posibles modelos a implementar. La sed dejó de ser una  rémora para nuestro desarrollo y se desplegó una idea de futuro. La isla pasó de ser en el  imaginario externo “tierra mala”, “campo improductivo” o “la cenicienta de Canarias” a consolidar  la marca poética de “isla de los volcanes”, donde arte, naturaleza y vida dialogan. A partir de ahí,  se abrió un ciclo de crecimiento exponencial. No solo llegaron infraestructuras, también hoteles,  apartamentos y nuevas urbanizaciones. Con cada apertura, más empleo; con más empleo, más  población, y muchas veces no hemos sabido llegar a acuerdos esenciales para que nuestros  servicios públicos estén a la altura de quienes hacemos de esta tierra nuestro hogar. En esa  encrucijada, recuerdo a mis abuelos atendiendo calabazas, millo y judías en el huerto, mientras  yo, chinijo, miraba los volcanes y pensaba que vivía en el lugar más hermoso y mágico del  mundo. 

Hay que decirlo sin llorera, pero con valor: debemos este paisaje, en primer lugar, a la naturaleza.  Sin embargo, sería una falta grave de respeto no reconocer a las personas que nos preceden,  que de sol a sol, revolvían el malpaís para extraerle sustento con escasez de agua, a los  marineros que hicieron del Atlántico su medio de vida y a quienes sostuvieron, con manos  anónimas, la reproducción cotidiana de la vida insular. Esa trama social dio sentido al territorio y  lo elevó a la categoría de paisaje. 

Ahora bien, todo mito fundacional, incluso el más fértil, tiene fecha de caducidad si no se cuida.  Lanzarote fue convertida en icono de diferencia y singularidad, y esa marca funcionó como  palanca económica y estética. Pero también inauguró una deriva peligrosa: sustituir la mirada por  la extracción. El paisaje dejó de ser un bien procomún y se volvió un recurso sujeto a la  explotación intensiva. De la utopía del progreso tecnológico, científico y social pasamos, sin  darnos cuenta, a rebasar límites sostenibles para una isla pequeña. Hoy convivimos con señales  de saturación. Ya no vivimos mirando el paisaje, vivimos de él en forma de extractivismo turístico,  inmobiliario y simbólico. 

Este tránsito tiene implicaciones profundas. Un territorio que se reduce a mercancía pierde el  símbolo. Cuando todo es escaparate, el sentido cívico se debilita. Y cuando el sentido cívico se  debilita, se desfiguran las prioridades: vivienda inaccesible, presión sobre los servicios públicos,  precariedad laboral, congestión de infraestructuras, colas kilométricas para llegar a un punto de 

la isla y pérdida de la paciencia de una ciudadanía a la que se le pide sumisión infinita mientras se  privatizan ganancias y se socializan costes. El paisaje, convertido en marca, corre el riesgo de  volverse máscara o un cascarón vacío. 

No escribo esto con vocación de lamento, sino de diagnóstico. La isla ha entrado en una nueva  fase en la que, si no hacemos correcciones serias, el relato se parecerá más a una distopía de  ciencia ficción que a la isla soñada por poetas, artistas y pensadores. No es un destino inevitable.  Aún estamos a tiempo de reorganizar prioridades y de traducir en decisiones concretas aquello  que repetimos como mantra: sostenibilidad, límites, justicia social, cuidado del patrimonio natural  y cultural. No basta con proclamas. Hay que ordenar flujos, revisar capacidades de carga,  garantizar vivienda asequible, dignificar salarios y condiciones laborales, fortalecer el transporte  público, apostar por una transición energética real y blindar legalmente los bienes comunes. Todo  ello requiere planificación, coraje institucional y una ciudadanía exigente. 

También necesita un cambio de mirada. Si el paisaje es construcción cultural, toca reconstruir la  manera de mirarlo. La educación patrimonial, el apoyo a la investigación local, la protección de  los saberes tradicionales y la participación vecinal no son añadidos decorativos. Son la condición  para que el territorio vuelva a ser hogar compartido y no parque temático. Mirar el paisaje implica  reconocer los límites de una isla finita y la interdependencia con otros territorios. Implica asumir  que el crecimiento no puede ser un fin en sí mismo. Implica, sobre todo, situar la vida en el  centro. 

Me quedo con una imagen sencilla. Mientras los “viejitos” regaban el pequeño huerto, yo miraba  a los volcanes y sentía que vivíamos en un lugar único. Hoy, ese sentimiento no se ha extinguido,  pero exige responsabilidad. Si queremos que quienes vienen detrás y llegan a nuestra isla puedan  seguir diciendo “esta isla es mi casa”, debemos pasar de la palabra a la acción. Pensar,  investigar, estructurar, diseñar y mover la isla, sí, pero debemos de tener como pilar fundamental:  que el bien común prevalezca sobre la avaricia de unos pocos. 

Todavía estamos a tiempo, no ya de detener lo que no puede pararse, sino de redirigirlo. Que la  mirada vuelva a asentar el territorio en la retina colectiva como paisaje y no como mercancía. Que  Lanzarote sea de nuevo la isla donde arte, naturaleza y vida se encuentran, no la fábula triste de  un paraíso agotado. Ese es el rumbo. La decisión, como siempre, está en nuestras manos. 

 

J. David Machado Gutiérrez  

Experto en Cultura Contemporánea