Opinión

La huella de mi primer maestro

Hay recuerdos que el tiempo no borra, solo adormece. Hace poco volví a tener contacto con Antonio, mi profesor de infantil en el CEIP Argana Alta, y con ese reencuentro despertaron muchos recuerdos que siempre habían estado ahí, silenciosos pero intactos. Volver a saber de mi primer maestro, después de tantos años, me emocionó profundamente y me hizo revivir una etapa que marcó mi infancia.

Esta carta abierta va dirigida a él, a quien recuerdo con un cariño inmenso y a quien, por más que lo intente, nunca podré expresar con palabras todo el agradecimiento y afecto que siento.

Ser maestro implica una enorme responsabilidad, mucha paciencia y, sobre todo, una gran vocación. Los primeros profesores son como pinceles: con ellos empezamos a pintar la historia de lo que somos. En mi caso, el primero en dejar esa huella fue Antonio.

Me emociona profundamente saber que, después de tanto tiempo, aún recuerde a su alumnado con tanto cariño. Es algo que me conmueve especialmente, porque demuestra que también nosotros fuimos importantes para él. Recuperar el contacto ha sido un reencuentro que llevaba mucho tiempo anhelando y que me ha hecho una enorme ilusión. Saber de mi maestro de la infancia me ha devuelto un pedacito de aquellos años felices.

Con él aprendí mucho más que letras o números: descubrí el valor de la dedicación, de la vocación y de la alegría por lo que uno hace. Creo que muchos de mis compañeros estarán de acuerdo en que fue un maestro excepcional. De esos que dejan huella sin buscarlo, que enseñan sin imponer y que acompañan sin juzgar. No solo fue maestro en el sentido académico, sino también en el más profundo sentido humano.

Siempre recuerdo su sonrisa, su paciencia infinita y esa capacidad de convertir cualquier día en una aventura. Cada actividad, cada juego, cada momento en clase tenía un propósito educativo, aunque nosotros, siendo niños, solo viéramos diversión.

Evocar esos días me llena de nostalgia: las veces que nos sentábamos en círculo sobre aquel tatami azul, cuando nos hacía gofio, los juegos en las cocinitas, los momentos de relajación en silencio después del recreo, los cosos de carnaval —en los que yo, tan tímido, encontraba siempre su apoyo y el de Miguel Ángel, otro profesor—, el Día de Canarias… tantos recuerdos que hoy, con los años, cobran aún más valor.

A veces no somos conscientes del impacto que tienen los primeros maestros en nuestra vida. Con el tiempo entendemos que fueron ellos quienes sembraron en nosotros la curiosidad, la confianza y las ganas de aprender. Como aquellas huellas que dejamos en el muro del colegio, la tuya, Antonio, también quedó marcada en nosotros. Y aunque los años pasen, sigue ahí, intacta.

Por eso, más allá del recuerdo personal, quiero que estas palabras sirvan también para reconocer el valor de la educación pública y de quienes la hacen posible. En tiempos en los que los servicios públicos son cuestionados o infravalorados, conviene recordar que detrás de cada uno de ellos hay profesionales con una vocación inmensa que sostienen lo esencial de nuestra sociedad. La educación, como la sanidad y tantos otros ámbitos, necesita más apoyo, recursos y reconocimiento. Porque cuidar de quienes enseñan es también cuidar del futuro de todos.

Querido Antonio, gracias por tanto.
Por enseñar con el corazón, por hacernos sentir importantes, por acompañarnos en los primeros pasos de la vida y por recordarnos que aprender también puede ser una forma de amar.

Con mucho afecto,

De Redwan Baddouh a Antonio Ramos