Opinión

Historia de un noble albañil del norte

Goethe solía decir que “el buen hombre es aquel que reconoce sus errores, pero el gran hombre es quien los corrige”. Benjamin Niz Dorta fue, sin duda, un gran hombre. 

Nacido el 5 de diciembre de 1929, hijo de Francisca Dorta Dorta y Juan Niz Concepción, Benjamin dedicó su vida al trabajo y al compromiso con los demás. No siempre es fácil precisar la edad exacta a la que realizó cada una de sus tareas, pero su constancia y su entrega sí fueron una seña de identidad permanente. 

A lo largo de los años participó en numerosas obras y proyectos: trabajó en la construcción y mantenimiento de varias gasolineras de Arrecife, colaboró en el cuartel de la Guardia Civil de San Bartolomé —donde incluso compartió más de unos vinos con los agentes— y desarrolló parte de su labor en Haría. 

Fue precisamente allí, en el Ayuntamiento de Haría, donde dejó una huella especialmente significativa. Benjamin fue el primer albañil fijo que tuvo la institución, atendiendo a las necesidades del municipio entre las décadas de 1960 y 1980. Compaginó ese trabajo con diversas obras particulares, dejando siempre un rastro de profesionalidad, esfuerzo y buen hacer. Quienes lo conocieron recuerdan su gentileza, su sonrisa y ese brillo en los ojos, esa nobleza tranquila que transmitía sin esfuerzo. 

Gracias a su labor en el Ayuntamiento, también participó como picador en el retablo de la Iglesia de Santa Bárbara, en su natal Máguez, donde —sin saberlo o sin darle importancia— contribuyó a crear arte junto a sus compañeros. 

Pero más allá del oficio, Benjamin tenía ese don de convertir cualquier momento en una pequeña historia. De joven protagonizó más de una travesura, como aquella ocasión en que él y unos amigos bajaron a un aljibe para beber unas copas. El problema no fue entrar, sino salir: cada vez que intentaban subir, uno resbalaba y arrastraba al resto, entre risas, empujones y el eco de voces que todavía se recuerda en el pueblo. 

Con los años, esa vitalidad se volvió alegría tranquila. Recuerdo una de las primeras veces que mi padre —entonces casi empezando a salir con mi madre— se unió a él para ir a pescar con un amigo. Mi padre sacó un pez enorme, y la sonrisa de mi abuelo fue tan grande que parecía iluminar la orilla. Fue uno de esos gestos que dicen más que cualquier elogio: orgullo sencillo, puro. 

Dicen incluso que mi primera sonrisa fue para él. Y quiero creer que es verdad, porque en sus ojos siempre hubo algo capaz de sacar la mejor versión de uno mismo. 

En su vida privada destaca su matrimonio con Doña Esther Curbelo Hernández, con quien tuvo tres hijas. De la menor de ellas nació su nieto, quien hoy escribe estas líneas para recordar a este hombre noble: al abuelo de sonrisa ya postiza por la edad, al que me enseñó a leer y me compró mis primeros

libros; al que me llevaba al supermercado de Claudio, en Órzola, a por unos Conguitos; o aquel gesto suyo, café en mano, mientras pintaba una cancela verde, feliz porque sabía a quién alegraría aquella huerta. 

Este artículo nace como homenaje, como recuerdo de un hombre que no necesitó grandes palabras para engrandecer su nombre, porque su vida ya quedó grabada en los corazones de quienes lo conocieron. Quedó allí no solo su educación —que nada tenía que envidiar a la de un caballero inglés— sino también su sentido del humor, sus chistes verdes y su capacidad para arrancar una risa sincera. 

Tristemente, este gran hombre falleció el 1 de enero de 2011, a causa de un cáncer de pulmón, dejando un legado de trabajo, bondad y recuerdos imborrables. Pero también dejó algo más: una vida transformada por su ejemplo. Así que, allá donde estés, abuelo, muchísimas felicidades y gracias por tantos bellos recuerdos a tu lado.