Si naces toro

Si naces toro y las conversaciones que oyes a tu alrededor se desarrollan en español, existen motivos sobrados para preocuparte.A partir de entonces tienes el dudoso honor de haberte convertido en el protagonista de una historia ...

12 de julio de 2005 (14:41 CET)

Si naces toro y las conversaciones que oyes a tu alrededor se desarrollan en español, existen motivos sobrados para preocuparte.

A partir de entonces tienes el dudoso honor de haberte convertido en el protagonista de una historia de pasión, de identidad cultural, de negocio y, lo que es peor, de linchamiento público. Todo junto.

Dicho así, hasta parece sugerente, pero el hecho de que ninguna de las personas que leen estas líneas daría su consentimiento para cambiarse por ti da cuando menos qué pensar.

Si naces toro vives con tu madre, y durante un tiempo te dejan más o menos en paz. Analizado en este momento, ser toro podría resultar hasta una experiencia interesante. Apacibles jornadas de sol y moscas, una vivencia que no requiere mucho más que un cronograma rutinario. Despertarte, comer, acercarte con tus compañeros de manada hasta la charca, un suave sesteo bajo la encina de siempre, y se te echa la tarde sin darte cuenta. Hora de regresar. Mañana será otro día.

Si naces toro debe resultarte muy desagradable que, apenas con unos meses de vida, te separen un día de tu familia y te lleven a un lugar donde hace un calor infernal (casi tanto como cuando acercaron a tu nalga aquel hierro humeante nada más nacer), con un aspecto que en nada te recuerda a tu paisaje cotidiano. Arena de color oscuro sobre el suelo, y una banda corrida de cemento y madera que forma todo el horizonte inmediato mires donde mires.

Un tipo subido a un caballo aparece en el extraño escenario, y te provoca para que te acerques, en una situación novedosa y desconcertante para ti. Te defiendes, pero cuando lo haces sientes un agudo dolor detrás del cuello. Poco despuéslo que percibes es un tufillo ferroso. Parte de la sangre que apenas unos segundos antes corría por el interior de tu cuerpo, se abre ahora paso por la herida. Las provocaciones continúan. Tú respondes, a pesar de que comienza a invadirte una sensación de sofoco, fruto del calor y de la hemorragia.

Por la noche, de vuelta con los tuyos, recuerdas la experiencia como algo inexplicable y traumático. Ni te imaginas que, mientras tú apenas puedes pegar ojo por el escozor de la herida, los humanos ya te han catalogado como "toro para lidia" o "morralla para fiesta de pueblo". Lo cierto es que, si pudieras evaluar las consecuencias de uno y otro destino, no te sería fácil elegir tu final en base a uno de los dos status.

Cuando una fresca mañana aparece en el horizonte un enorme cubo que se mueve, tienes bien olvidado aquel nefasto día. Han pasado por lo menos cuatro años, y eso es mucho tiempo. No comprendes que lo que quieren los humanos es que entres en el camión. En ese momento, ni sospechas que esa será la última vez que veas y huelas tu único mundo. Atrás queda para siempre el paisaje de encinas y tomillo.

El constante traqueteo del vehículo acaba convirtiéndose en un tormento. Ni un momento de sosiego, sin siquiera poder dar la vuelta o echarse un rato a descansar. Tú eres toro, e incapaz por lo tanto de medir el tiempo (¿para qué debería servirte tal habilidad?), pero han sido nueve horas de golpes en los costados, vómitos, mareos y angustia. No habías sentido nada tan desagradable desde la jornada de la tienta. Desciendes por la rampa, tambaleante y receloso, con veinte kilos menos. Desconoces por completo que uno de tus compañeros de manada murió hace dos semanas por colapso durante su traslado.

Un par de días más, y otra vez al horrendo chiquero, las varas que pinchan tu cuerpo y te dirigen para aquí y para allá. Otro pinchazo en el cuello como aquel ya casi olvidado, y la única salida hacia un entorno redondo, tumultuoso, asfixiante. De nuevo el tipo del caballo, esa figura siniestra que repite la operación, pero esta vez de una mera mucho más brutal, más prolongada. Si naces toro te introducen en la espalda una puya metálica del grosor de un brazo humano. Sacan y meten la vara para agrandar la herida. Una vez dentro, el diabólico instrumento gira sobre sí mismo como un taladro para raspar la cara interna del boquete, para lo que resulta especialmente eficaz forrar el extremo del palo con maroma. Si naces toro eres lo suficientemente imbécil como para pensar que empujando al caballo te vas a zafar de la tortura. Desconoces por completo que, a estas alturas, no tienes posibilidad alguna de escapar.

Apenas un respiro antes de que se acerque corriendo una absurda figura luminosa y te clave, en diferentes acometidas, hasta media docena de pinchos que te producen un dolor de fuego. Tratas de librarte de ellos con bruscos movimientos de cabeza, pero no consigues otra cosa que desgarrarte los músculos con los arpones. La pérdida de sangre te nubla la vista, y ni el incesante jadeo consigue que recuperes tu ritmo cardíaco habitual. La sed te abrasa la garganta, y pensar en el agua de la charca no hace sino angustiarte aún más. No hay tregua. Definitivamente, esto es mucho peor que lo de la tienta. El incesante griterío impide encontrar un segundo de consuelo.

Si naces toro se te planta enfrente el tipo brillante, se arranca a toda prisa con un sable en la mano y te atraviesa los pulmones. A veces también el corazón. Este pasaje resulta especialmente doloroso, porque te acaban de reventar tu bolsa de oxigeno y comienzas a ahogarte. Por la boca sale un caudal de sangre importante, que se une a las babas y al moco que te ha acompañado desde el principio de la lidia.

Si naces toro no tienes ni puta idea de lo ridículo que resulta pensar que, al igual que la otra vez, al final dejarán que vuelvas a tu encina, a tu charca, con los tuyos. Empiezas a sospechar lo peor cuando, ya inmóvil en el suelo, sientes cómo te rebanan las orejas hasta desprenderlas de la cabeza, donde siempre habían estado. A veces también corre la misma suerte el rabo, el mismo que tan útil te había resultado a la hora de mantener a raya a las pesadas moscas. Llegados a este punto, sólo puedes desear morir antes de llegar al desolladero, pero, en ocasiones, tu destino es tan cruel que ni siquiera eso sucede.

Nunca sabrás que hasta es posible que tu tormento y el de otros cinco compañeros puede haber servido de excusa propagandística con el fin de recaudar fondos para luchar contra comportamientos humanos tan deleznables como el terrorismo, la violencia doméstica, o la guerra.

Kepa Tamames

ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)

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