¿Se puede odiar a España?

Santiago Pérez
31 de octubre de 2017 (20:30 CET)

 

Me he negado desde siempre a que otros administren mis lealtades y sentimientos.

Suelo evitar cuidadosamente el uso de términos como Patria o Nación, cuyo significado ha evolucionado a lo largo de la historia, bajo influjo de pulsiones e intereses (ya políticos, ya económicos…)  no siempre confesables.

Fui arrullado, como tantos canarios, con el cantar del arroró.

"Que me muero de amor, por la colombiana", "tengo ganas de bailar el negro compás" o las primeras notas de "Suspiros de España", entremezclados con todos los aires de la música popular canaria que tarareaba dulcemente mi madre, componen la sintonía de mi infancia.

He formado bajo músicas marciales en el patio del viejo Nava La Salle, en el campamento de la OJE en Las Raíces o en el antiguo caserón de Ronda, donde estaba alojado el Regimiento "Ceuta 54" en el que serví como soldado de infantería. Y no eran mis entrañas insensibles a sus efectos patrióticos.

Escucho "que nadie ponga su huella entre su cuerpo y el mío", "no me conoces: yo soy", "quisiera ser la sombra de la noche"… y soy incapaz de no  sentir que por  fandangos  y  malagueñas canarias  o margariteñas late la misma sangre, el mismo aliento popular, la misma raíces culturales  de entender el amor, es decir la vida.

No he cantado nunca La Internacional en la fase de euforia del compañerismo, ni bajo los efluvios del vino, porque las personas que creyeron y las vidas que se inmolaron por esos ideales, que son los míos, forman   --con algunos valores elementales y la veneración de la memoria de mis antepasados-- la religión de la persona sin dioses que soy.

Pero sí, lo reconozco, me he estremecido cantando tantas veces con gente roja de mi generación el "mira Marusiña, mira cómo vengo yo" de los mineros de Asturias.

Siento muy míos a Bartolomé de Las Casas, a Francisco de Vitoria y a los demás integrantes del "partido de la humanidad", defensores de los indígenas americanos.

No me entendería a mí mismo, ni sabría quién soy,  si repudiara la herencia de Los Comuneros, la de las Leyes de Indias, la de los juicios de residencia a los gobernantes al finalizar su desempeño (que buena falta nos harían ahora), la espiritualidad de  San Juan de La Cruz, el patriotismo de Manuel Azaña o de don Inda Prieto, la poesía de Antonio Machado o de Miguel Hernández; la  de Ana Belén de camisa rota de mi esperanza, a veces madre siempre madrasta; o, por qué no decirlo en estos días, la del Joan Manuel Serrat de Mediterráneo o de la saeta al cantar…

Ni si no me hubiera identificado más con quijote que con sancho, ni puesto emocionalmente del lado de nuestros antepasados aborígenes, frente a conquistadores y aventureros europeos; de los indios americanos frente al genocidio; de todos los kuntakintes contra el esclavismo; de los judíos contra los pogromos de antaño y el Holocausto de anteayer; o de los palestinos de tantas sabras y chatilas.

Ni si dejara de abominar la tradición autoritaria y fanática que entronca la Inquisición, el aristotelismo racista de un Ginés de Sepúlveda y el franquismo, de la que tanto nos cuesta a los españoles desembarazarnos. Porque, aunque algunos demócratas sobrevenidos se rieran entonces, el viejo general sabía muy bien lo que significaba su maleficio de todo atado y bien atado.

Quiero a mi tierra, que es como se decía patria en un principio: a sus gentes y a sus tradiciones, a sus cumbres y a sus orillas, que para los nativos de   la vieja Achinech son riscos, que no playas. Amo a la mar atlántica, madre de los canarios.

He procurado defender el patrimonio natural de todos frente a la devastación inmobiliaria; comprometerme contra desigualdades sociales hirientes, tan campantes por estos lares desde siempre.

Y tratar de evitar, sumando fuerzas con muchas personas con las que me siento hermanado, que las Instituciones canarias caigan en manos de los colonizadores de aquí, que fueron antaño y son hogaño los más insaciables. Haciendo al andar camino, un camino lleno de sentido.

Entonces… no entiendo a quienes dicen querer a Canarias y odiar a España, ni a quienes pretenden colocarnos en la delirante encrucijada de "o de aquí, o de allá". Porque cuando oigo el avancemos como hermanos, de Braulio, no puedo evitar sentirme más cerca, fraternalmente más cerca, de las ideas y las ilusiones de tantos andaluces, castellanos o catalanes, famosos o anónimos, que de la voracidad y el egoísmo de algunos nacidos en la misma tierra que me vio nacer.

Ni a quienes, para tapar sus propios intereses y sus miserias, o como expresión de un fanatismo   --ese sí, típicamente hispano-- pretenden empujarnos aquí o allá, a una lucha de identidades que en realidad es una lucha contra uno mismo. En la que está cantado quién va a perder; porque no hay ganador posible.

Los que, sin darse cuenta, identifican a España con una idea de España, con la más intolerante culturalmente, dictatorial políticamente e injusta socialmente. Pero España, la de las personas y los pueblos de España a través de los siglos, es mucho más y mucho mejor que todo eso.

 

Por Santiago Pérez

 

 

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