por VICTOR CORCOBA HERRERO
Esto de morir en misión de concordia, como un mensajero que salvaguarda el lenguaje por encima de todo vasallaje, es un gesto de amor inenarrable, en un campo al que todos estamos llamados a sosegar. Derribar las barreras de la hostilidad como sembradores de luz, en medio de tantas confusiones, no será en balde. A base de armonizar sílabas, surge el poema. Estos apóstoles del bien hacer que, saltando todos los riesgos y sorteando todos los baches, tratan de poner orden donde hay desorden, son los nuevos salvadores de los derechos humanos y valedores del deber humano.
Por desgracia, debido a la agitación de injusticias que soporta el mundo, son muchas las personas que se dejan la vida en el camino por esta causa noble. Sin embargo, a pesar de esas estampas tan crueles de siega de personas, por unos motivos u otros; la presencia de escudos humanos, vigilantes de la paz, no disminuye. Hay energías que son innatas en el corazón humano. Nuestras Fuerzas Armadas son un ejemplo de coraje en este sentido, héroes en la entrega. Ellos saben que la paz es una conquistaa reconquistar, una labor continua y constante, posible aunque requiera esfuerzos. Se donan y lo donan todo, hasta su propia vida.
Todos nosotros hemos de unirnos a estos protectores de libertad y justicia, siempre dispuestos a prestar ayuda donde se les requiere, como verdaderos poetas en guardia. Si el desafío de la paz es grande, la recompensa tiene su gozo, al darse a los demás. Una buena manera de crecer por dentro, mientras por fuera crece la calma. Dicen que los militares, misioneros o voluntarios que se mueven en misión humanitaria, han de ser valientes y han de estar preparados para el tránsito. Para nada comparto ese dicho. ¿Por qué causa mezquina los que regalan amistad y vida, han de recibir muerte? No podemos, por tanto, sino desaprobar toda ofensa a la paz; una paz que no significa solamente ausencia de guerras, deben darse auténticas atmósferas de respeto a la dignidad y a los derechos de cada ser humano, para su realización plena.
Por consiguiente, toda muerte en misión de paz, debe, cuando menos, hacernos reflexionar. Si el dolor siempre tiene un sentido ante los ojos de Dios, también ante los ojos humanos ha de suscitar profundos pensamientos que nos otorguen una mayor conciencia solidaria, para estar en paz consigo mismo. Sólo da paz el que tiene paz. Desterrar la explotación de los débiles y que desaparezcan del mapa las preocupantes zonas de miseria y las desigualdades sociales, es prioritario para firmar este beso en verso, que es la alianza humana, con la libertad conciliadora de la quietud. Que el martirio de los que mueren en misión de paz no nos deje indiferentes, ni pasivos. Antes bien, somos deudores de una lección legada para el recuerdo y para la vida; un compromiso que nos compromete directamente a la familia humana. Cuando la familia falla en su papel solidario, los lenguajes se vuelven piedras y los diálogos muros para la discordia. Así es imposible parar guerra alguna.