LOS PUNTOS CAPITALES

Si buscar el punto de las cosas tiene su mérito, imagínense encontrar el punto humano que nos humanice. Todo un capital de luz, como dirían las gentes del arte, siempre dispuestas a crecerse con sus obras y a enfrentarse a la ...

24 de febrero de 2006 (11:40 CET)

Si buscar el punto de las cosas tiene su mérito, imagínense encontrar el punto humano que nos humanice. Todo un capital de luz, como dirían las gentes del arte, siempre dispuestas a crecerse con sus obras y a enfrentarse a la existencia con el abecedario de los sentidos. Me gusta esa asistencia artística, sobre todo para poner en estética lo que no tiene ética. Por desgracia, han dejado de tener moralidad ciertas conductas, comportamientos y actuaciones. Se que digerir desengaños y desafíos diabólicos, con verdadero espíritu democrático, aparte de no ser nada fácil, nos llevaría a una renovada conciencia del derecho de los individuos y de las naciones. O sea, a la evolución democrática que pasa por hacer valer las raíces. Esa revolución, la de la autenticidad demócrata, todavía está a años luz de nuestro espíritu.

En la vida, desde luego, hay puntos capitales que son verdaderos dogmas a tener en cuenta. Siempre lo han sido y, en democracia, son puntuales. Esto no significa que han de permanecer en sus formas arcaicas. Precisamente, un episodio clarividente de los teólogos, fue el reconocimiento de la evolución de creencias. Extrapolando el dogmatismo a las democracias actuales, parece conveniente que se desarrollen, crezcan y se adelanten al tiempo. Pero con cierto pudor responsable. No me parece saludable para la convivencia que se quede solamente en una lucha competitiva por el voto ciudadano. Esto ocasiona, en vez de unidad de acción hacia el bien común, una guerra inútil de ambiciones, codicias, odios e inercias por sacar al oponente de quicio. A lo que hemos llegado es poco democrático. Que un partido político desee el fracaso del competidor para hacerse con la plaza del poder, me parece un auténtico disparate. También considero que no es mejor oposición aquella que se opone por principio. Unas veces será que sí, que hay que oponerse, pero otras fundamentales para el juego democrático, cuando menos habría que intentar llegar a un consenso.

Tomando el pulso a un reciente hecho, profundizo en la cuestión de los puntos capitales. Que se pueda encender una crisis mundial con la publicación de unas cuantas caricaturas parece justificar el viejo adagio de que la pluma es más fuerte que la espada. Esto ha de llevarnos, en cualquier caso, a una reflexión capital. La libertad tiene sus límites también en democracia, especialmente cuando están implicadas las profundas creencias religiosas. Si el mundo tuviese más coherencia democrática, prestaría más atención a los textos constitucionales, sobre todo en su parte dogmática. A nadie se le pasaría por la cabeza el derecho a ofender por divertimento. La respuesta de los derechos y deberes fundamentales sería considerada como credo de vida. Una acertada manera de reconciliar alma y cuerpo, femenino y masculino, espíritu y materia, humano y divino, tierra y cosmos, trascendente e inmanente, religión y ciencia, las diferencias entre las religiones, el Yin y el Yang.

Nos hacen faltan proposiciones verdaderas, con fundamento y raíz. Para empezar, que el derecho a los derechos de la persona que se cumplan. A propósito, tengo una objeción importante contra este sistema que vocifera la igualdad ante la ley. A veces nos da otra sensación, a poco que uno se adentre en las sentencias. No es bueno que la garantía legal ande por los suelos.

La evolución del dogmatismo democrático pasa por reconsiderar la autenticidad del ciudadano, lejos de autosuficiencias y privilegios para algunos. Hay que alejar fanatismos irracionales, derrotar y desterrar a los sembradores del terror y sectarismos que nos desesperan. La clave, - vuelvo a lo de siempre-, es el diálogo; no hay otra manera, algo que debiera ser el credo de los políticos, porque realmente es el verdadero motor de la democracia. Sólo así, los errores se pueden corregir antes que sea demasiado tarde. Es una estupidez pensar que por la violencia se pueden ganar votos con el consiguiente efecto político. El abecé de la democracia tiene otros resortes, el de la participación de todos los ciudadanos y la garantía de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o sustituirlos siempre de manera pacífica. En un Estado de Derecho jamás se puede primar a los que han transmitido, o arropado de manera indirecta, la cultura del odio y de la falta de respeto hacia la persona.

Tampoco la democracia entiende de armas. Esto parece un contrasentido, puesto que países demócratas han aumentado su producción de armas ligeras. Una inmensa mayoría de ellos están implicados en la exportación internacional, re-exportación, tránsito e importación de armas ligeras. No olvidemos que, junto con el derecho de los Estados a comprar armas para su legítima defensa propia y la aplicación responsable de la ley, también tienen la responsabilidad de asegurar que las armas ligeras transferidas no se usen para violar los derechos humanos o la ley humanitaria internacional, o para obstaculizar el desarrollo a los puntos capitales de libertad y justicia. Además, en cualquier caso, nos merecemos liberarnos del virus de la autodestrucción.

Frecuentemente se oye decir que con la democracia se realiza el verdadero Estado de derecho. Porque en este sistema la vida social se regula por las leyes que establecen los parlamentos, que ejercen el poder legislativo, bajo la atenta mirada de los otros dos poderes, el ejecutivo y el judicial. Sin embargo, lo de formar una sociedad de ciudadanos libres que trabajan conjuntamente para el bien común, -insisto-, no es tarea fácil. Si luego también se cuestionan las leyes, la concordia humana se hace imposible y la existencia moral misma se pone en entredicho. En consecuencia, se me ocurre que sería bueno pensar más en los fundamentos constitucionales, ser más respetuosos por la puesta en común de una escala de valores que nos rijan y nos permitan guardar el orden de los principios, donde nos desarrollemos como verdaderos demócratas y podamos así recuperar la esperanza de llegar a convivir en una sociedad humana, justa y libre, menos vengativa y esclava de sus propios errores.

Víctor Corcoba Herrero

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