Llega el día de la Constitución, veintisiete aniversario, que si es estimado popularmente, como ocurre con el resto de celebraciones institucionales, no nos engañemos, es casi exclusivamente por la fiesta laboral asociada. Entre otros actos obligatoriamente programados para la conmemoración, una vez más el Congreso, centro neurálgico de la vida política española, se ofrece como espectáculo para ciudadanía, con una multitudinaria visita guiada al casposo hemiciclo en el que se debaten los burócratas. Allí se le informara superficialmente de la mecánica elemental de funcionamiento de la Cámara, quizás se le intentará deslumbrar, cómo no, con el rutilante y colorista
destello del contador electrónico de votos, y se le animará a ejercer unos derechos o a cumplir unos deberes cívicos completamente deshuesados de contenido.
¿Nadie se atreverá a recordarle, en ese aciago momento, que el artículo 15, entre otros, "Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes", es puro papel mojado, y que las sanguinarias circuncisiones rituales impuestas por los mahometanos, especialmente a jóvenes y niños, están a la orden del día en nuestra democrática y hedionda España, sin que el aparato del Estado en su conjunto haga nada por
impedirlo? Mientras resuenan los ecos de la fanfarria de adoración y sumisión al vacío, mi pobre hijo y yo guardamos, desde el 15 de marzo del 2003, rigurosa, permanente, y desconsolada conciencia.
José Francisco Sánchez Beltrán