por VÍCTOR CORCOBA HERRERO
La noticia ahí está, para bien o para mal. Las Cortes aprobarán en este año las dos grandes reformas educativas emprendidas por el gobierno socialista, la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE) y la modificación parcial de la Ley Orgánica de Universidades (LOU). En principio no me parece desacertado un cambio, en un momento actual de fracaso y apatía por el conocimiento, para ver si es posible huir de la pasividad y retornar a la fascinante ilusión de cultivarse. Pero claro, este tipo de reformas y esfuerzos que afectan a toda la sociedad, requiere que nadie se quede fuera de juego, o sea, sin voz. El consenso es vital y, en ello, hay que poner todo el esfuerzo posible.Se precisa que la ley adoctrine lo menos posible, (las escuchas plurirraciales, pluriétnicas y plurirreligiosas traen consigo enriquecimiento), para que eduque lo más en la más diversidad.
Este tipo de reformas, que no han de ser de hoy para mañana, deben hacerse sin pausa pero tampoco con prisa. Sin pausa porque tan prioritaria ha de ser la formación en cuanto a saberes como la actitud de respeto hacia los demás. No son pocos los titulados universitarios, con expedientes académicos brillantes, que andan por la vida desorientados, altivos, soberbios, arrogantes, inabordables, engreídos, petulantes... Por eso, entiendo, que es importante trasladar esa curiosidad por el conocimiento, pero también sin olvidar crecer en humanidad. Por desgracia, los planes educativos prestan poca atención a la maduración de la conciencia moral del joven para discernir el bien y obrar en consecuencia. De igual manera, con manifiesta prisa, tampoco se deben legislar derechos fundamentales, puesto que las celeridades suelen engendrar más vicios que virtudes.
En todo caso, me parece muy bien que la sociedad valore el espíritu científico, pero que tampoco pase de página el espíritu humanístico. Está bien eso de fomentar la obsesión por observar, buscar explicaciones y contrastar las teorías con la evidencia de los hechos por encima de las ideas preconcebidas; pero, del mismo modo, hay que ayudar a descubrir el sentido de la responsabilidad, del buen hacer y de la constancia, de la participación en la vida social y de la colaboración hacia el bien común. Las leyes educativas, en consecuencia, han de perfeccionarse con nuevas experiencias, poniendo sobre el tapete un elemento irrenunciable: la educación en la libertad. Ese debiera ser el primer principio a consensuar, íntimamente relacionado con algo que hoy se pone en duda por amplios sectores de la sociedad, la libertad de la educación.
Todos los seres humanos, de un globalizado mundo, tienen derecho a un tipo de educación que responda a sus propias identidades y que esté abierto a las relaciones fraternas con los otros pueblos, para fomentar la unidad verdadera y el verdadero respeto por vivir. Un derecho que debiera ser inmaculado en las anunciadas legislaciones, puesto que el pluralismo de la sociedad moderna así lo requiere, dando opción a los diversos modelos educativos que, de hecho y de derecho, las familias soliciten. Al fin y al cabo, tan fundamental debe ser la rentabilidad académica, o sea la mejora de la producción docente e investigadora del sistema educativo, como la rentabilidad humana que suministra comprensión y entendimiento en todo aquello que pueda contribuir a una mayor ayuda mutua entre todos.