Un cuento de navidad no dickensiano

Diego Arrebola Gómez
26 de diciembre de 2013 (12:39 CET)

Érase una vez un niño que nació en los años cincuenta en una familia de campesinos pobres. Pasó necesidades pero nunca hambre. A su alrededor veía mucha miseria y gente que estaba mucho peor que él. Algunos iban harapientos, otros descalzos e incluso los había que algunas noches tocaban en su puerta pidiendo si había sobrado algo de la cena para poder comer ellos. No tenía radio, ni existía televisión y no sabía si a eso le llamaban crisis económica.

 

Pasó el tiempo y el niño se fue haciendo mayor. Gracias únicamente a su esfuerzo pudo hacerse maestro. La situación mejoró, aunque no todos los años fueron buenos. Cuando ya estaba a punto de jubilarse vino una época mala a la que llamaron con unas palabras que asustaban mucho. Crisis económica, crisis económica, crisis económica. Eran como la bruja, el ogro, el tío del saco y el coco de todos los cuentos. Por todas partes asustaban con ellas y sesudos analistas con vocablos raros, y algunos extranjeros, explicaban lo que era, pero decían que la solución era larga y muy difícil. Él no sabía mucho de eso, pero pensaba y no le parecía que fuera tan grave como lo que vivió en su infancia, e incluso creía que había soluciones para ello. Entonces decidió ir desde el país de los flacos donde vivía, al país de los obesos listos que eran donde estaban los sesudos expertos que hablaban de todas estas cosas.

 

Cuando llegó observó que todos los que vivían allí eran obesos, algunos muy obesos, otros exageradamente obesos  y bastantes escandalosamente obesos. Le pasaron con un sesudo experto y le dijo que lo peor del problema era los millones de parados que había. Él contestó que creía que eso no era malo sino bueno, porque observaba que había de todo, no faltaba de nada, incluso se fabricaban productos no necesarios. Le dijo que se podía repartir el trabajo necesario y otros se podían dedicar a trabajos que hicieran un mundo mejor y más feliz: que mejoraran la educación, y cada maestro tuviera menos alumnos; la sanidad, para que hubiera menos listas de espera; las labores sociales, para cuidar a todos los dependientes; personal de limpieza, que limpiaran mejor las ciudades y artistas que pintaran sus feas paredes de cemento; muchos científicos, que investigaran para mejorar las condiciones de vida; escritores, que escribieran muchos cuentos para los niños… Alto, alto, alto le contestó el experto y le dijo que eso era imposible porque no había dinero para ello. El hombre le respondió que él creía saber la solución, que solo con que todos pagaran impuestos de acuerdo con su riqueza, se suprimieran los paraísos fiscales y se acabara la corrupción que habría dinero de sobra. El sesudo experto contestó que eso no era posible ya que no estaba en el temario de su manual que se llamaba Pensamiento único,. que se notaba que él no se lo había estudiado,  que no podía usarse otro y que se veía que no sabía nada de economía porque esa ciencia existía para hacerse ricos ellos y no para hacer felices a la gente. Le explicó  que en ese manual la solución consistía en la competitividad, que correspondía llevarla a  cabo solo a los flacos, que ellos se lo habían creído y ya estaban por la labor, que eran muy aplicados y que cada vez se esforzaban más y se quedaban más flacos por ser los que ganaran, pero que no se daban cuenta que nunca podrían ganar todos. Ellos procuraban irlos contentando unas veces a unos y otras a otros y así los conseguían engañar. Le dijo si no temía que se dieran cuenta y se rebelaran porque eran muchos más. Contestó que no, porque ellos tenían controlado el tema, que no dependía de la cantidad sino del peso y de su radiografía mental. Que a peso ganaban ellos por goleada pues cada uno pesaba más que tropecientos millones de los flacos y que a muchos de ellos cuando le hacían la radiografía mental se daban cuenta que estaban a favor de los obesos porque tenían el virus de fábrica del egoísmo, del sálvese quien pueda y de mirar para otro lado y que otros muchos creían en el virus del pensamiento único que ellos se habían encargado de difundir a través de sus centros de enseñanza, sus medios de comunicación y muchos de sus políticos. Y que los que no estaban atacados por los virus eran pocos y aunque ellos hablaban de palabras que tampoco estaban en su manual como solidaridad,  justicia, democracia e igualdad, que no había problema porque desde su cuadro de mandos lo controlaban todo y creían que la caldera no estallaría y que de vez en cuando abrían la válvula de salida de gas con sus sucedáneos que ellos llamaban incorrectamente democracias,  caridad, telemaratones, ONGs,  y demás válvulas de escape. E incluso había días donde los virus se volvían menos activos, como en Navidad, y así incluso algunos obesos se volvían solidarios una vez al año y se les curaba su mala conciencia. Incluso me dijo que a veces ellos se desternillaban porque mucho de ese gas era con el dinero de los flacos.

 

Y el maestro se marchó de nuevo al país de los flacos, siguiendo sin entender mucho, pero pensando que en esta ocasión aunque había empezado este cuento como él empezaba todos los cuentos, no debía tener el mismo final de los cuentos clásicos y quiso poner otro:

 

Y COLORÍN COLORADO ESTE CUENTO … NO SE HA ACABADO … Y LO SEGUIRÁN ESCRIBIENDO LOS GORDOS Y… ¿LOS FLACOS?

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