Opinión

El olor de las cloacas

La corrupción acaba con la democracia, invade poco a poco aquellos espacios de poder donde la oscuridad favorece que el partidismo extienda sus alas impunemente. La política, entendida como el ejercicio de un partidismo fiel por ciego, mudo y sordo, se extiende como mancha de aceite allí donde los mecanismos de control brillan por su ausencia.

Cuando el olor de las cloacas invade todo aquello que se ha dejado manchar, por miedo, por amor, por sumisión, por dejación, da igual, los ciudadanos nos sentimos indefensos, desligados de nuestras instituciones, legitimados para la distancia y la autodefensa. Cuando la degradación es tan patente que la política se percibe como el principal problema para la convivencia, se perfila con claridad el Estado fallido.

Los ciudadanos no somos un ente uniforme incapaz de entender y relacionar. La inteligencia natural convive en la calle con aquellos que conocen y entienden lo que ocurre y con aquellos capaces de relacionar la información aprehendida, unos y otros percibimos el mal olor a kilómetros de distancia y llegamos a las mismas o parecidas conclusiones aunque estemos dotados con diferentes capacidades y no tengamos los mismos conocimientos. El afiliado no es el ciudadano medio.

Por ello ya hemos apartado nuestro rostro del gobierno del poder judicial. Es al verdadero poder judicial al que miramos de frente los ciudadanos, a los miles de jueces, fiscales y operadores jurídicos que cada día se levantan para representar un poder independiente del Estado con todas las dificultades que ello conlleva. Los ciudadanos somos juzgados a diario por miles de personas que se ponen la toga para administrar justicia bajo los criterios de independencia, objetividad, inamovilidad y profesionalidad.

Son las causas de corrupción el espejo donde muchos ciudadanos vemos reflejada la salud del poder judicial. Cuando jueces y fiscales sienten la necesidad de “afiliarse” o “pertenecer” a una asociación para sentirse protegidos, cuando desde la cúspide de la justicia se actúa con la misma sensación de impunidad con que actúan los corruptos es que la ley ha cedido frente a la arbitrariedad. Cuando una abstención se considera una opción para quien se sabe involucrado directa e indirectamente en la causa criminal es que la mancha se ha dejado extender impunemente.

¿Recuerdan cuando los corruptos justifican sus actos ilícitos con expresiones como “todo el mundo lo hace igual”?. El último Consejo Fiscal es un capitulo más de esas actuaciones con las que se juega frívolamente con el prestigio de las instituciones. El último Consejo Fiscal deja en evidencia la falta del más mínimo sentido democrático de los llamados a representar el interés publico y la legalidad. La forma en que se ha pertrechado la expulsión de don Ignacio Stampa de la Fiscalía Anticorrupción es la constatación de que la profesionalidad y la independencia son consideradas de alto riesgo para el establishment y oportunamente penalizadas.

Este capítulo dejará de ser actualidad, pasará como otros tantos, pero el mensaje del miedo queda y el mal olor no se irá. No se equivoquen, se sumará indisolublemente al de otros muchos que vendrán y al de otros muchos que ya están en nuestra memoria y conforman la convicción, cada día más generalizada, de que el poder judicial es el Consejo General del Poder Judicial y que el Consejo General del Poder Judicial es la política y que la política está supeditada a la cúspide del poder económico y, por tanto, la política es nuestro principal problema.

No sólo es la política la que debe mantenerse alejada del poder judicial, es el poder judicial el que debe mantenerse alejado de la política. No porque los jueces y fiscales, el verdadero poder judicial, no puedan tener ideología, ni religión, ni creencias. Es que el poder judicial no puede estar gobernado por los más fieles ideólogos, por los más sumisos creyentes, ni por los mejores practicantes de la genuflexión política.

Esta es la fotografía de un Estado fallido. Esconderse y claudicar es enterrarse en las cloacas, es acostumbrarse a oler mal. Es atronador el silencio del miedo.