Opinión

Un cuento no navideño

Cuando lancé mi última empresa en septiembre de 2022, lo hice desde un incómodo sillón replegable de hospital. No era yo el paciente, sino mi hija de 2 años, a la cual le habían dado tantas convulsiones que tuvieron que evacuarla en helicóptero desde el hospital de Lanzarote hasta el hospital Materno Infantil de Gran Canaria. Nunca se supo a ciencia cierta por qué sufrió la encefalitis que le provocó esas convulsiones. Probablemente alguno de los virus que le detectaron consiguió alterar el equilibrio de su encéfalo.

Después de la noche de horror que pasamos en el hospital de Lanzarote, donde por un momento creía que se me había ido, lloré aquella mañana cuando por fin mi ángel reposaba atada a una cama y tras haber pasado lo peor de la crisis. Días después de ese episodio y esperando que el tiempo hiciera su magia para que mi hija consiguiera recuperarse, lancé mi empresa desde aquel sillón del hospital. Todo fue bien, la niña se recuperó completamente y la empresa ha disfrutado de un importante éxito que ha permitido que cientos y cientos de inversores entiendan mejor los mercados financieros.

Así es la vida real. Los nuevos proyectos no se lanzan muchas veces desde lugares y situaciones glamorosas, sino simplemente desde dónde se puede. Para todos, absolutamente para todos, la vida es difícil, es una batalla y lucha continua. Todo lo bueno se mezcla con lo malo. Todo esto me viene a la cabeza porque ahora mismo, hoy 20 de diciembre a las 15:14 de la tarde, de nuevo estoy en un sofá con mi portátil acompañando a mi hija mientras duerme aquí, en el hospital de Lanzarote.

Y me he acordado de todo aquello, del principio de esa empresa y como la lancé. Parece ser que esta vez la gripe A es la que ha conseguido alterar su encéfalo. Se recuperará, lo sé porque esta vez el episodio ha sido leve y no agudo. Dentro de lo malo, esto permitirá que le hagan más pruebas y así tratar de entender por qué su pequeño encéfalo es tan delicado. Sea como sea, todo el mundo tiene un talón de Aquiles en su salud y el de ella es éste.

Probablemente pasaremos la Navidad dentro del hospital, pero eso no me crea ningún tipo de desasosiego. Al revés, estar al lado de mi hija en su peor momento, me produce una sensación de plenitud en el corazón que ningún aspecto de la Navidad jamás me ha creado. Ni cuando era niño, ahora mismo no echo en falta nada del pasado, sino que disfruto este presente tal y como es. ¿Es posible que esta sea mi Navidad más feliz, aquí, sentado en un sillón de hospital esperando la próxima sonrisa de mi hija? Algo me dice que uno de los significados reales de esta vida es dar, ofrecerse, gastarse por otros. No me estoy poniendo en plan divino, sino que intuyo que el ser humano como especie debe buena parte de su éxito a su capacidad social y de colaboración con otros congéneres. Y que, al sacrificarse por otros, muchos mecanismos cerebrales y del cuerpo premian ese comportamiento.

Sea divino o biológico o ambos, esa parece ser una de las verdades de esta vida. De repente me salta la idea en la cabeza de que uno es un crío mientras lucha por sus intereses obcecadamente: lo mío, lo mío, lo mío. Y que cuando su corazón sólo empieza a llenarse cuando actúa en favor de otros, es porque ha alcanzado la madurez. Tal vez, especulo, intuyo y hasta deseo, que ese sea mi caso ahora que tengo 41 años.

No deja de ser gracioso, curioso, paradójico que nos pasemos media vida queriendo ser y tener más y que cuando llegas a la mitad teórica de tu vida, en realidad sólo te hace feliz dar, ofrecer y desgastarte por otros. ¿Tiene moraleja este cuento? No lo sé, porque tampoco es un cuento, es la realidad, una reflexión que me da el tiempo de espera y que me permite escribir lo que deseo. Sin corregir ninguna línea anterior. Te deseo feliz Navidad y lo mejor del mundo. Seas quien seas.